LA HERMANDAD DE LA CARIDAD

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LA HERMANDAD DE LA CARIDAD

Al fondo de la calle Esmeralda, en pleno Microcentro, resaltaba la cúpula de la Iglesia de la caridad y la fila de árboles de la plaza ubicada al costado del santo edilicio. Una tarde de domingo, Luisa jugaba en el arenero del parque mientras sus devotos padres hablaban con el párroco. La niña manoseaba la arena, se escurrían los granos entre sus finos dedos, sus ojos oscuros se desviaron atentos hacia la hamaca que se mecía con el vaivén de la cálida brisa de aquel día primaveral, y parado junto al juego, un pequeño niño de tez pálida, y sus cuidadores, los 12 maliciosos de la hermandad de la caridad, se regocijaban en sus cuerpos carentes de vida de ese alma pura que desbordaba con fluorescencia de la suave y tierna piel de Luisa.

El niño estiró su mano para llamarla, la carne floja goteaba de sus falanges y un quejido calamitoso provenía de las bocas de los individuos, una tos seca que rasgaba las gargantas de estos celadores que le cubrían la espalda al fantasmal niño, Luisa quedó atónita al borde de las lágrimas en el medio del horrible espectáculo de la plaza.

Una voz interrumpió en él ya vacío parque, las figuras extrañas se desvanecieron en el vicioso y sobrenatural aire de aquella tarde, la madre llamó a Luisa con un tierno "Ven, querida" y ella simplemente obedeció. Ya protegida en el regazo de su padre y con su mirada pérdida hacia atrás, observando los 12 árboles que conformaban el parque, quietos, y de ramas entrecruzadas reclamando un pedazo de cielo, parados como estandartes de persistencia en el tiempo tal aquellos que se niegan a dejar la tierra de los mortales, y dispuestos, con sus raíces circundantes y profanas, a renacer de ellas el fruto de la maldad.

Como un ritual sagrado, como todos los domingos los padres de la niña visitaban la iglesia. A Luisa ya no le parecía tan atractiva aquella plaza que recorría al escaparse de sus obligaciones sacramentales.

Las campanadas anunciaban el comienzo de la misa, y así despertaban los espíritus deseosos de alimentarse de las almas puras, de los feligreses que cumplían con sus penitencias. Eran las más exquisitas posesiones para estos prisioneros del tiempo; el alimento más nutritivo para su condenado purgatorio. Hombres que habían muerto un siglo atrás con fraudulenta violencia producto de una vida llena de delincuencia y malicia, sembraron rencor y su cosecha se desperdigaba en ese cuadrado verde contiguo a la Iglesia. Épocas atrás los olvidados eran enterrados cerca de un edificio católico para que encuentren algo de paz, pero esos hombres, demonios malditos, necesitaban infiernos más grandes. Ahora esos 12 impuros, ahorcados en disposición de la ley, merodeaban suelo santo para apoderarse del alma de Luisa y así seguir con su infinita tarea por los siglos de los siglos.

La misa se había extendido más de la cuenta con el sermón del sacerdote, luego el saludo obligatorio en las escaleras de piedra. Luisa no despegaba la mano de las faldas de su madre. El soslayo de los últimos rayos del sol opacaba el cielo, teñía el firmamento de oscuridad. La niña miró de reojo hacia el otro lado de la calle, sintió el murmullo de su nombre que la proclamaba, soltó la mano de su progenitora, se deslizó por la vereda hasta bajar el cordón, apoyando sus pies sobre el asfalto. Un colectivo de la línea 45 venía a toda velocidad y la envistió, sus zapatitos volaron por los aires. Y luego todo fue llanto.

Entre la tierra húmeda y el pasto verdinegro de la plaza, el brote de una nueva semilla nacía de las entrañas, un nuevo árbol e integrante de la consanguinidad: Luisa. El pequeño Manuel ya no jugaría más solo. La hermandad de la caridad desplegaría su malicia en las sombras de una ciudad dormida. Unidos con un solo fin: el odio. Y dando origen así, nacida de lo profundo, esta leyenda urbana.

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