05

492 85 2
                                    

Debía de ser domingo. Tú estabas de viaje y tu sirviente, con la puerta del piso abierta, entraba con las pesadas alfombras después de sacudirlas. Estaba sudando, pobrecito. En un ataque de valentía repentino fui a preguntarle si podía ayudarle. Se sorprendió, pero me dejó echarle una mano y así pude ver el interior de tu piso —no podrías imaginar con qué respeto, con qué devoción—: tu mundo, el escritorio donde trabajabas con un jarrón de cristal azul, tus armarios,tus cuadros, tus libros. Sólo di una ojeada fugaz, como un ladrón, en tu vida,porque seguro que el fiel del señor Choi no me hubiese permitido contemplarlo todo con tranquilidad.

Aun así, con una sola mirada fui capaz de absorber toda aquella atmósfera y tuve alimento para soñarte siempre, despierto y dormido.Ese momento, ese instante tan breve, fue el más feliz de mi niñez. Te lo quería explicar para que tú, que no me conoces, empezaras a ser mínimamente consciente de cómo una vida dependía de ti y en ti se sustentaba. Quería explicarte este y también otro momento, que fue el más terrible y que, por desgracia, no llegó mucho después que el primero.

Como te iba diciendo, me había olvidado de todo por estar tan pendiente de ti, no hacía caso a mi madre ni me preocupaba por nadie. No me di cuenta de que un hombre mayor, un comerciante de Busan, conocido lejano de mi madre, venía a menudo a casa y llevaba a mi madre al teatro, de modo que me quedaba solo y podía pensar en ti y espiarte,era lo único que me interesaba.

Un día mi madre me llamó con cierta formalidad para que fuera a su habitación; quería hablar conmigo seriamente. Empalidecí y oí cómo mi corazón latía con fuerza: ¿sospechaba algo?. Mi primer pensamiento fuiste tú, el secreto que me unía al mundo. Pero mi madre también estaba confusa. Me besó (cosa que no hacía nunca) afectuosamente en ambas mejillas, me hizo sentar en el sofá, a su lado, y empezó a titubear, diciéndome que su amigo, también viudo, le había propuesto que se casara con él y que ella pretendía aceptar, más que nada por mí.

La sangre empezó a hervirme en el corazón: sólo un pensamiento bullía en mi interior, tú.

—Pero, ¿nos vamos a quedar aquí? —pude balbucear.

—No, nos mudaremos a Busan,el tiene allí una casa muy bonita.

No escuché nada más, no veía nada, todo había quedado a oscuras. Después supe que me había desmayado. Al parecer —según oí que le contaba mi madre a mi futuro padrastro, quien se había quedado esperando detrás de la puerta de la habitación— yo había empezado a retroceder con las manos abiertas y me había desplomado en el suelo.

Lo que pasó en los días siguientes, cómo me resistí,siendo una criatura débil, a la imposición de sus deseos, no te lo puedo explicar:sólo de pensarlo me tiemblan las manos al escribir. No podía revelar mi verdadero secreto, así que mi resistencia parecía sólo tozudez, maldad y obstinación.

Nadie más habló conmigo, todo sucedió a mis espaldas.Aprovechaban las horas que estaba en el colegio para preparar el traslado, y cuando volvía encontraba otro mueble desmontado o que había sido vendido.Veía cómo se desintegraba el piso y, con él, mi vida.

Un día, al regresar a la hora de comer a casa, vi que un camión de mudanzas había venido para llevárselo todo. En las habitaciones vacías quedaban las maletas hechas y dos camas plegables. Mamá y yo íbamos a pasar una noche, la última allí, porque, a la mañana siguiente, partiríamos hacia Busan.

Aquel último día sentí con certeza, firmemente que no podía vivir lejos de ti.Eras mi única salvación. Nunca podré precisar cómo me imaginaba todo aquello o si era suficientemente capaz de pensar con claridad durante aquellas horas de desconsuelo. Sólo sé que me puse en pie —mi madre había salido— para caminar hacia tu casa tal como iba vestido, con el uniforme de la escuela.

No, no caminaba, me desplazaba con las piernas rígidas, con las articulaciones temblorosas me arrastraba como atraído magnéticamente hacia tu puerta. Ya te he dicho que no sé muy bien lo que quería; quizá caer a tus pies y suplicarte que me acogieras como si fuera un criado, como un esclavo.

Temo que te vas a reír del inocente fanatismo de un muchacho de quince años, pero no te reirías,querido, si supieras cuánto tiempo permanecí allí afuera, en el rellano helado, atraído por un poder de difícil comprensión; si supieras cómo conseguí que el brazo tembloroso se me despegara algo del cuerpo, que se levantara —fue toda una batalla en una angustiosa eternidad de segundos—para que mi dedo pulsase el timbre de tu puerta.

DESCONOCIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora