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Ayudas cuando te llaman, ayudas por vergüenza, por debilidad, no por placer. Déjame que te lo diga sinceramente: te gusta más un compañero en la fortuna que un pobre necesitado. Y a las personas que son como tú, aunque sean muy buenas, cuesta pedirles cualquier favor.

Un día, cuando aún era un niño, vi por la mirilla que le dabas limosna a un mendigo que había llamado a tu puerta. Lo hiciste rápidamente, incluso fuiste generoso antes que él te pidiera nada, pero le alargaste el brazo con temor, deprisa, para que se fuera pronto; fue como si tuvieras miedo de mirarle a los ojos. Y esta forma tuya de ayudar, con miedo e inquietud, huyendo del agradecimiento, no la he olvidado jamás. Por eso no me dirigí a ti.

También tengo la certeza de que me hubieras ayudado aun sin estar del todo seguro de que era hijo tuyo. Me hubieras consolado, me hubieras dado dinero, pero escondiendo tu impaciencia por quitárteme de encima; sí, creo que me hubieras llegado a persuadir para que me deshiciera del niño a tiempo. Y eso era a lo que más le temía, porque, ¿qué no hubiese hecho yo que tú desearas?, ¿cómo hubiese podido negarte nada? Y ese hijo lo era todo para mí, era tuyo, tu persona una vez más, pero no esa persona feliz, despreocupada e imposible de alcanzar, sino una entregada a mí para si, atada a mi cuerpo, unida a mi vida.

Ahora te había conseguido, podía sentirte en mis venas, podía sentir que tu vida crecía,alimentarte, acariciarte, besarte si el alma me lo pedía. Ves, querido, por eso fui tan feliz cuando supe que iba a tener un hijo tuyo, por eso no te lo dije: porque ya no podías escaparte de mí nunca más.Por supuesto, querido, aquellos no fueron tan sólo los meses de felicidad que pensaba que serían, también lo fueron de horror y sufrimiento, llenos de asco por lo bajo que había caído la humanidad.

No fue fácil. Tuve que dejar de ir a la tienda para que mis familiares no se diesen cuenta y lo dijeran en casa. No quería pedir dinero a mi madre y, los últimos meses, hasta el día del parto, logré subsistir vendiendo unos pocos relojes que tenía. Una semana antes, una lavandera me robó las últimas que me quedaban en el armario y tuve que ir a la casa de maternidad. Allí, por donde sólo se arrastran las mujeres y donceles verdaderamente pobres, las y los despreciados y olvidados en su penuria, allí, en medio de las sobras de la miseria, allí nació el niño, tu hijo.

Era como para morirse, todo se hacía extraño, extraño, extraño... solos y llenos de odio mutuo,los que permanecíamos allí éramos extraños entre nosotros mismos, llevados solamente por la miseria, por el mismo tormento, hasta el interior de aquella sala que olía a cerrado, a cloroformo y a sangre, llena de gritos y suspiros. La degradación, la deshonra anímica y física que la pobreza debe soportar, yo lo sufrí allí, al lado de prostitutas y enfermos que hacían del encuentro de sus destinos una injusticia.

También sufrí el cinismo de los médicos jóvenes que levantaban la sábana de las indefensas con una sonrisa irónica y las palpaban con actitud científica, la mezquindad de las enfermeras... Crucifican la vergüenza de un mortal con miradas y lo torturan con palabras, allí sólo eres un cartel con tu nombre, porque eso que está en la cama es simplemente un pedazo de carne toqueteada por curiosos, un objeto de exposición y de estudio.

¡Ah, los que tienen a los hijos en casa, los que le dan el niño al marido que lo espera con amor, no saben qué significa traer un hijo al mundo solo, indefenso,como en una mesa de laboratorio!

Cuando leo en algún libro la palabra infierno,aún hoy soy incapaz de evitar el recuerdo de aquella sala llena de gente y de olores, llena de gemidos, risas y gritos repletos de sangre, aquel matadero de vergüenza donde tanto sufrí.Perdona, perdona que te hable de ello. Es la última vez, no volveré a hablar más de aquello, nunca más. He callado todo esto durante once años y pronto seré mudo para toda la eternidad.

Tenía que gritar una vez, proclamar sólo una vez el precio tan alto que me costó este hijo, mi alma personificada, y que ahora yace aquí, sin aliento. Ya había olvidado esas horas, hacía mucho tiempo que había olvidado las risas y la voz del niño, mi alma; pero ahora que está muerto el tormento revive y tenía que dejar gritar a mi alma por una vez, sólo una.

Pero note culpo a ti, sino a Dios, sólo a él, que ha convertido aquel tormento en algo absurdo. No te culpo a ti, te lo juro, nunca mi rabia se ha vuelto contra ti. Ni siquiera en el momento en que mi cuerpo se estremecía por el dolor de las contracciones, cuando todo yo hervía de vergüenza bajo las miradas manoseadoras de los estudiantes, ni siquiera en el momento en que el dolor me atravesaba el alma, te acusé de nada ante Dios; no he lamentado nunca aquellas tres noches, no he maldecido nunca el amor que sentí por ti, siempre te he querido, siempre he alabado la hora en que te conocí.

¡Y si tuviera que volver a pasar por aquel infierno sabiendo de antemano lo que me espera, lo volvería a hacer, querido, una y mil veces más!

DESCONOCIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora