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En la ciudad de la eterna primavera,
las calles nunca duermen.

El jazz flota desde las ventanas de la vieja cafetería,
y un hombre duerme bajo el árbol de la iglesia.

Un día encontré una banca vacía,
en medio de tanto bullicio,
y me senté.

Pensé que,
tal vez así podría descansar,
pero, ¿cómo podría cuándo había tanta vida a mi alrededor?

No había nadie sentado a mi lado,
pero jamás me había sentido tan acompañada.

El suave ronroneo de un motor recorría las avenidas,
y el intenso aroma del tabaco se filtraba en mi nariz,
había algo reconfortante en él.

A cualquiera le habría parecido un caos,
y para mi fue mirar directo a los ojos de la vida.

El sol bañaba a la ciudad con intensidad,
haciendo que todo brillara,
que todo ardiera.

Yo ardí,
junto a la catedral,
y sentí a las intensas llamas destruir todo a su paso.

Y, en medio del calor,
me pareció poder volver a oler tu perfume,
tan embriagador como de costumbre.

Por un momento,
creí que habías vuelto,
pero jamás pude hallar tu sombra.

Sé que te habría encantado todo esto,
pero te esfumaste en ese lejano atardecer,
y solamente quedé yo, complicada y testaruda.

Así que escapé de tu aroma,
encontré sombra en la vieja biblioteca,
y me di cuenta de que había olvidado lo vacíos que están sus jardines.

Recordé,
que alguna vez me dijiste que no estaba hecha para pertenecer,
pero te equivocaste.

Jamás te iba a pertenecer a ti,
pero sí le pertenezco al centro de la ciudad.

Le pertenezco a sus abarrotadas calles,
a las notas del jazz que gravitan en ellas,
y al intenso humo de los miles de cigarrillos que son encendidos en sus banquetas.

Le pertenezco al vaho de las noches frías,
a las risas de la gente que viene y que va,
a los besos robados bajo el farol.

Soy ese concierto en el bar del centro,
soy esas conversaciones entre susurros,
y esos amantes tímidos.

Soy la ciudad,
y le pertenezco a la vida en ella.

Un sorbo de la vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora