Epílogo

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No existían límites fronterizos, aquel espacio que siempre les perteneció era tan amplio como apoteósico.

Caminaban entre rosáceas nubes, la fina neblina delatando sus sombras al andar.

Se detuvieron al contemplar la magistral fachada que se cernía frente a ellos. Imponentes columnas en forma de sólidos rombos constituían una circunferencia perfecta, el verde de las hojas que adornaba los parales variaba en sus matices. Escalones imperiales les daban la bienvenida. El suelo era liso y tan púdico que regresaba el reflejo de quienes lo caminaban, un templo con un trono de terciopelo borgoña y espaldas con figuras de ángeles tallados en oro esperaba en desuso para Zeus, quién no tardó en adelantarse para dejarse caer sobre semejante pedestal.

En un altar de mármol de un pálido color salmón reposaba un banquete a Merced de los recién llegados. Las bandejas servían buenas porciones de uvas púrpuras y verdes, cubos de queso amarillo y un par de botellas de vino tinto con una decena de copas a la espera de un estreno fidedigno.

Rodeados de infinitas hectáreas de nubes y un brillo peculiar que se fusionaba con la ligera brisa, en la serenidad de la segura libertad y un plan finiquitado con gloria, todos gritaron con júbilo. No más arduas faenas hasta la madrugada, no más hipótesis sobre cómo encontrar el camino de regreso, no más persecuciones y escondites.

En la lejanía, un grupo de los suyos se aproximaba a pasos dibutativos mientras Rea sacaba el corcho de una botella de lo que ahí conocían como Ambrosía, Hera se acercaba a tomar asiento en el regazo de su hombre y Apolo se atiborraba de aperitivos.

Poseidón fue el primero en alejarse de todos, decidiendo ir a explorar los mares y su dominio sobre éstos. Se fue en silencio, como se le antojó prudente.

—¡Hades! —exclamó una voz femenina digna de protagonizar un coro celestial. El aludido giró su rostro en dirección de la bella mujer que pronunció su nombre casi con urgencia.

Con el cabello suelto a cada lado de sus hombros, cayendo como una cascada de rizos chocolate que besaba sus caderas y adornado con diminutas margaritas y claveles, la mujer extendió sus brazos mientras apresuró sus pasos.

—¿Perséfone? —inquirió Hades, quedando sin aliento al reconocer a la musa de sus mayores anhelos por volver—. ¡Perséfone!

Ambos cayeron al suelo por el abrazo brusco y añorado durante tantas noches en vela. Unieron sus labios en un beso desesperado con un recíproco sabor a «Cuánto te extrañé», desmintiendo aquellos pasados pensamientos pesimistas que en ocasiones les hicieron creer que ese reencuentro solo tenía sentido en sus ficticias fantasías.

Dos chicas idénticas con melenas de oro y ojos color turquesa subieron los escalones con premura y abrazaron a la chica maldita de los ojos vendados y melena de cascabeles.

—Esteno, Euríale —pronunció Medusa en un jadeo, reconociendo la sensación del calor de los brazos de sus hermanas Gorgonas.

Hefesto, al ver que Medusa finalmente estaría a salvo bajo la genuina protección de sus hermanas, decidió trazar un camino hacia un inexacto destino a ver qué podía hacer con su fabuloso poder sobre el fuego.

—Ares —llamó una mujer recién llegada con piel canela, facciones marcadas y ceño ligeramente fruncido, vestía una armadura plateada y una capa carmesí que se mecía con el viento.

—Atenea —dijo el susodicho al reconocer a su media hermana y estrechar su mano.

Su locura y descontrol había quedado en otra línea temporal, ahora era más bélico y agresivo. Pese a que se alegraba de volver a ver a su compañera de guerras, parecía padecer de alexitimia al no ser capaz ni de regalarle una sonrisa forzada.

OLYMPUS: EL DESPERTARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora