-Séptimo Acto: Los cobardes se aíslan-

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Principio del tiempo devorador

Al principio de mi convivencia con Kazuhiro no me interesé por su vida. Lo saludaba, lo reñía y, sobre todo, lo evitaba. Como quien ve a su depredador y lo estudia minuciosamente desde la distancia, traté de entender su forma de pensar. Busqué una razón que explicara su inusual comportamiento.

A diferencia de Makoto, Kazuhiro parecía moverse por el más impuro, contaminado, y vicioso hedonismo. Le gustaba que todo fuera emocionante, vívido, valioso. Es posible que una parte de mí envidiara esa despreocupada filosofía y, como consecuencia, mi desprecio hacia él se viera acentuado.

Después de todo, yo seguía siendo una cobarde, un corderito que, una vez perdido con el lobo, temblaba sin atreverse a decidir, a hacer, a hablar. El tiempo se agotaba, no quedaba mucho para ser devorada.

Irónico que el devorador no fuera otro sino el tiempo.


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Durante esa semana Miyazaki, por alguna razón, volvió a encerrarse en su coraza rebelde resistiendo cada una de mis preguntas: las esquivó, huyendo de nuestras quedadas y obligándome a jugar a juegos mesas mediante engaños y chantajes.

Cada vez que me prometía a mí misma ir a quejarme a mi jefe, Yamada, para pedir que me sustituyeran, el miedo y la vergüenza se apoderaban de mí, e incapaz, tragaba para así volver a intentar que Miyazaki cooperara, sin éxito.

No pude tampoco darle la espalda a mis otras obligaciones y, atormentada, agotada, cada noche me quedaba una, dos, incluso tres horas más. Megumi trató de darme ánimos entusiasmada por el festival del viernes, pero solo consiguió estresarme.

Por suerte o por desgracia, llegó el jueves, preludio del gran día. Sí, llegó.

Después de horas encerrada en mi oficina, pude regresar a mi hogar hacia las 8.00 de la tarde. Era pronto para lo que solía tardar en salir del edificio de Cinderella, pero tarde para lo cansada que estaba.

Tras descalzarme en la entrada, caminé con los párpados a medio cerrar, entré en el salón sin siquiera prender la luz y me lancé al sofá. El pasillo se encontraba también a oscuras, por lo que deduje que no habría nadie en casa y decidí aprovechar para dormir un rato y ya después ducharme.

—¡Ayumi!—escuché. Abruptamente la luz incandescente del techo chocó contra mis párpados y, luchando por no quemarme las córneas, fui abriendo lentamente los ojos. Frotándome los ojos, me recompuse hasta sentarme y traté de enfocar a la persona que se encontraba al frente.

Pelo violeta, facciones duras, marcadas aunque femenina, una nariz recta y labios carnosos rojos. Vestía una camiseta grande, holgada. Sus enormes pendientes en forma de estrellas brillaban. —Miyo...—al reconocerla, pegué un brinco, —¡¿Miyoko?!

Reconocí la camiseta que llevaba, negra, con la frase Rock and fest bordada en rojo; era uno de los pijamas de Miyazaki, estaba segura. —No, no es posible...—tragué saliva, —¿qué haces aquí?

—Bueno...—el quejido en su voz delató su nerviosismo. Sus manos apretaron el final de la camiseta, tratando de cubrir sus piernas, al desnudo, —Kazuhiro y yo habíamos quedado y, cuando llegué...

—¡Basta!—exclamé. —No quiero detalles, gracias—suspiré.

Sentí la rabia crecer y crecer, hasta notar una punzada ardiente apuñalar mi nuca. Agobiada, me solté el recogido y, al segundo, me levanté, esquivé la mirada de Miyoko y me dirigí hacia la habitación de Miyazaki.

Falsas sonrisas en Tokio 「VOL. 1-5」#latinasia2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora