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Su lengua sigue en mi sexo y sus ojos buscan los míos. Sin hacerme caso a lo que le había dicho.

¡Joder!

Me cuesta respirar. Me ha desarmado por completo… ¡Una vez más!
Cuando abro los ojos la veo resplandecer de orgullo.
Y tiene motivos para estar orgullosa. Ha estado de puta madre.

La miro maravillada mientras recobro la respiración.

—Dios, Moni… ha estado… muy bien, de verdad, muy bien. Aunque no
lo esperaba. ¿Sabes? No dejas de sorprenderme.

Hay que elogiar el trabajo bien hecho.

Un momento; lo ha hecho tan bien que tal vez sí tiene experiencia.

—¿Lo habías hecho antes? —pregunto, aunque no estoy segura de
querer saberlo.

—No —dice con evidente orgullo.

—Bien. —Espero que mi sensación de alivio no haya sido demasiado
obvia—. Otra novedad, señorita Carrillo. Bueno, tienes un sobresaliente en técnicas orales. Ven, vamos a la cama. Te debo un orgasmo.

Salgo de la bañera algo aturdida y me enrollo una toalla alrededor de mi pecho. Saco otra, la sostengo en alto, ayudo a Moni a salir de la bañera y la envuelvo en ella para dejarla atrapada. La estrecho contra mi cuerpo y le doy un beso, un beso de verdad. Exploro su interior con la lengua.
Saboreo mi orgasmo en su boca. Le agarro la cabeza y la beso más
profundamente.

La deseo.
A toda ella.
Su cuerpo y su alma.
Quiero que sea mía.

Miro esos ojos desconcertados y le imploro:

—Dime que sí.

—¿A qué? —susurra.

—A nuestro acuerdo. A ser mía. Por favor, Moni.

Es lo más cerca que he estado de suplicar desde hace muchísimo
tiempo. Vuelvo a besarla y en ese beso vierto toda mi pasión. Cuando la cojo de la mano, parece deslumbrada.

Deslúmbrala aún más, vane.

En mi dormitorio, la suelto.

—¿Confías en mí? —pregunto.

Asiente con la cabeza.

—Buena chica.

Buena, y preciosa, chica.

Voy al vestidor para elegir una de mis corbatas. Cuando vuelvo a estar frente a ella, le quito la toalla y la dejo caer al suelo.

—Junta las manos por delante.

Se lame los labios, y creo que, por un instante, se siente insegura, pero después me tiende los brazos. Le ato las muñecas deprisa con la corbata.

Compruebo el nudo. Sí. Está fuerte.

Ya es hora de seguir con el entrenamiento, señorita Carrillo.

Sus labios se abren cuando inspira… Está excitada.
Le tiro con delicadeza de las dos trenzas.

—Pareces muy joven con estas trenzas. —Pero no van a detenerme— ella tira de mi toalla—. Oh, Mónica, ¿qué voy a hacer contigo?

La sujeto de los brazos, casi a la altura de los hombros, y la empujo
suavemente hacia la cama sin soltarla, para que no se caiga.
Cuando la tengo estirada en la cama, me tumbo a su lado, le agarro los puños y se los levanto
por encima de la cabeza.

—Deja las manos así. No las muevas. ¿Entendido?

Traga saliva.

—Contéstame.

—No moveré las manos —dice con voz ronca.

—Buena chica.

No puedo evitar sonreír. La tengo tumbada a mi lado con las muñecas
atadas, indefensa. Es mía.

Aún no se ha convertido en la mujer que deseo, pero nos vamos
acercando.

Me inclino, la beso con delicadeza y le digo que voy a besarle todo el cuerpo.
Ella suspira cuando mis labios se deslizan desde la base de su oreja
hasta el hueco del cuello. Me veo recompensada por un gemido de placer.
De pronto baja los brazos y me rodea el cuello con ellos.

No. No. No. Eso no vale, señorita Carrillo.

Le lanzo una mirada furiosa y se los coloco de nuevo por encima de la cabeza.

—Si mueves las manos, tendremos que volver a empezar.

—Quiero tocarte —susurra.

—Lo sé. —Aun así no puedes—. Pero deja las manos quietas.

Tiene la boca entreabierta y su pecho se eleva con cada rápida
inspiración. La he puesto a cien.
Estupendo. Le levanto la barbilla y empiezo a descender por su cuerpo dejando un rastro de besos. Mi mano baja hasta sus pechos, mis labios ardientes la siguen. Con una mano sobre su vientre para inmovilizarla, rindo homenaje a sus dos pezones, los chupo y jugueteo un poco con ellos; están
deliciosos cuando se endurecen en respuesta a mis caricias.
Mónica gimotea y empieza a mover las caderas.

—No te muevas —le advierto sin apenas separar la boca de su piel.

Voy dejando besos por toda su barriga, donde mi lengua explora el sabor y la profundidad de su ombligo.

—Ah… —gime, y se retuerce.

Tendré que enseñarle a estarse quieta…

Mis dientes rozan su piel.

—Mmm. Quédate quieta, Mónica.

Le doy pequeños mordiscos entre el ombligo y el vientre, luego
me siento entre sus piernas. La agarro de ambos tobillos y se las separo mucho. Contemplarla así, desnuda, vulnerable, es fascinante. Le levanto el pie izquierdo, le doblo la rodilla y la dejó expuesta a mi.

Tiene los ojos muy abiertos, y también la boca, que dibuja una O que va pasando de minúscula a mayúscula. Cuando le dejo pequeñas mordidas en su vientre con algo más de fuerza, su pelvis se eleva y ella jadea.

—Por favor —suplica cuando mis labios por poco tocaron su clitoris.

—Lo mejor para usted, señorita Carrillo—le digo en un tono burlón , subo nuevamente a su pecho no me detengo, sino que continuo lamiendo, chupando y mordiendo, mientras sus piernas siguen abiertas.

Ella tiembla, desesperada, imaginando ya mi lengua en el vértice de sus muslos.

Oh, no… Todavía no, señorita Carrillo.

Mónica se tensa cuando por fin estoy entre sus piernas, pero mantiene los brazos levantados.

Buena chica.

Despacio, deslizo la nariz por su sexo, arriba y abajo.

Ella se retuerce.

Me paro. Tiene que aprender a estarse quieta.

Levanta la cabeza para mirarme.

—¿Sabe lo embriagador que es su olor, señorita Carrillo?

Le sostengo la mirada y ella me miro directamente a los ojos mientras mis labios se acercan a su sexo, cae hacia atrás sobre la cama y suelta un gemido.

—Oh… por favor —me ruega.

—Mmm… Me gusta que me supliques, Mónica.—ella gime.—No suelo pagar con la misma moneda, señorita Carrillo—susurro sin apartarme de su sexo—, pero hoy me ha complacido, así que tiene que
recibir su recompensa.

Le sostengo los muslos y los abro para dejar paso a mi lengua, que
empieza a trazar círculos alrededor del clítoris.
Grita; su cuerpo quiere elevarse de la cama.
Pero no me detengo. Mi lengua es implacable. Mónica tensa las piernas, estira las puntas de los pies.

Oh, está a punto, y lentamente le meto el dedo corazón.

Está mojada.

Empapada, esperándome.

—Nena, me encanta que estés tan mojada para mí.

Empiezo a mover el dedo en el sentido de las agujas del reloj para dilatarla. Mi lengua sigue torturándole el clítoris, más y más.

50 sombras de Martín (v) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora