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—Quédate conmigo esta noche. Si te vas, no te veré en toda la semana. Por favor —digo en un hilo de voz.

—Sí —susurra—. Yo también lo intentaré. Firmaré el contrato.

Oh, nena.

—Firma después de ir a la casa de tu madre. Piénsatelo. Piénsalo mucho, no quiero que pienses que debes hacerlo por presión.

Quiero que lo haga por propia voluntad; no deseo obligarla. Bueno, al menos una parte de mí no quiere obligarla. La parte racional.

—Lo haré —dice, y se apoya en mi pecho.

Esta mujer me tiene totalmente hechizada.

Qué ironía, Vanesa.

Y me dan ganas de reír porque me siento aliviada y feliz, pero sigo pegada a ella, inhalando su reconfortante y sugerente aroma.

—Deberías ponerte el cinturón de seguridad —la regaño, pero en realidad no quiero que se mueva.

Permanece atrapada en mis brazos, con su cuerpo relajado encima de mí. La oscuridad que habita mi interior permanece dormida, contenida, y me siento confusa ante la batalla que libran mis emociones. ¿Qué quiero de esta mujer?
¿Qué necesito de ella?

No deberíamos estar abrazadas, pero me gusta tenerla en mis brazos. Me gusta acunarla así. Le beso el pelo, me recuesto hacia atrás y disfruto del trayecto hasta casa.

Sole se detiene delante de la entrada del Escala.

—Ya estamos en casa —le digo a Mónica en un susurro. No tengo ganas de soltarla, pero la deposito en el asiento.

Sole le abre la puerta y ella se reúne conmigo en la entrada del edificio.

La veo estremecerse de frío.

—¿Por qué no llevas chaqueta? —le pregunto mientras me quito la americana y le envuelvo los hombros con ella.

—La tengo en mi coche nuevo —contesta bostezando.

—¿Cansada, señorita Carrillo?

—Sí, señorita Martín. Hoy me han convencido de que hiciera cosas que jamás había creído posibles.

—Bueno, si tienes muy mala suerte, a lo mejor consigo convencerte de hacer alguna cosa más.

Con un poco de suerte.

Se apoya en la pared del ascensor mientras subimos al último piso. Con mi americana, tiene un aspecto esbelto, menudo y sexy. Si no llevase las bragas podría follármela aquí mismo… Levanto la mano y le libero el labio de la presión de los dientes.

—Algún día te follaré en este ascensor, Mónica, pero ahora estás cansada, así que creo que nos conformaremos con la cama.

Me inclino y le mordisqueo con delicadeza el labio inferior. Se queda sin respiración y me responde hincándome los dientes en el labio superior. Los noto directamente en la entrepierna. Quiero llevarla a la cama y perderme en los recovecos de su cuerpo.

Después de nuestra conversación en el coche, necesito estar segura de que es mía. Cuando salimos del ascensor, le ofrezco una copa, pero la rechaza.

—Bien. Vámonos a la cama.

Parece sorprendida.

—¿Te vas a conformar con una simple y aburrida relación vainilla?

—Ni es simple ni aburrida… tiene un sabor fascinante.

—¿Desde cuándo?

—Desde el sábado pasado. ¿Por qué? ¿Esperabas algo más exótico?

—Ay, no. Ya he tenido suficiente exotismo por hoy.

—¿Segura? Aquí tenemos para todos los gustos… por lo menos cincuenta sabores.

La miro con una sonrisa lasciva.

—Ya lo he observado.

Arquea una ceja.

—Venga ya, señorita Carrillo, mañana le espera un gran día. Cuanto antes se acueste, antes la follaré y antes podrá dormirse.

—Es usted toda una romántica, señorita Martín.

—Y usted tiene una lengua rapidísima, señorita Carrillo. Voy a tener que someterla de alguna forma. Venga.

Sí. Se me ocurre una manera.
Al cerrar la puerta de mi dormitorio, estoy aún más contenta que en el coche.
Ella sigue aquí, a mi lado.

—Manos arriba —le ordeno, y ella obedece. Le agarro el dobladillo del vestido y, con un solo y hábil movimiento, se lo quito por la cabeza y dejo al descubierto la hermosa mujer que hay debajo—. ¡Tachán!
Soy una maga.

Moni se ríe y me aplaude. Inclino la cabeza con una reverencia, disfrutando del juego, antes de dejar su vestido en la silla.

—¿Cuál es el siguiente truco? —pregunta con los ojos chispeantes.

—Ay, mi querida Mónica. Métase en la cama, que enseguida lo va a ver.

—¿Crees que por una vez debería hacerme la dura? —bromea con aire provocador ladeando la cabeza de manera que el pelo le cae por el hombro.

Un juego nuevo. Esto se pone interesante.

—Bueno… la puerta está cerrada; no sé cómo vas a evitarme. Me parece que el trato ya está hecho.

—Pero soy buena negociadora —dice en voz baja pero firme.

—Y yo.

Muy bien. ¿Qué pasa aquí? ¿No tiene ganas? ¿Está demasiado cansada? ¿Qué?

—¿No quieres follar? —pregunto, confusa.

—No —musita.

—Ah.

Vaya, menuda decepción.

Traga saliva y a continuación, en un hilo de voz, añade:

—Quiero que me hagas el amor.

50 sombras de Martín (v) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora