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Le beso otra vez la mano y bajo del coche para abrirle la puerta. Tengo que salir de aquí antes de hacer algo de lo que luego me arrepienta.
Cuando baja del coche, se le ilumina la cara; nada que ver con la expresión que tenía hace un momento. Echa a andar hacia la puerta de su casa, pero antes de llegar a los escalones se vuelve de repente.

—Ah… por cierto, me he puesto un tanga tuyo —dice en tono
triunfal.

Tira de la goma y puedo distinguir la marca del tanga asomando
bajo sus vaqueros.
¡Me ha robado ropa interior!
Me deja pasmada. Y en ese instante no hay nada que desee más que verla con mi tanga… solo con mi tanga.

Se echa la melena hacia atrás y entra en su casa con aire insolente mientras me deja de pie en la acera, mirándola como una idiota.
Sacudo la cabeza, subo otra vez al coche y al ponerlo en marcha no
puedo reprimir una sonrisa de gilipollas.

Espero que diga que sí.

Termino de trabajar y doy un sorbo del delicioso Sancerre que me ha
traído una mujer del servicio de habitaciones con unos ojos muy, muy oscuros. Revisar los e-mails y contestar a unos cuantos me ha venido bien para distraerme y no pensar tanto en Mónica. Ahora estoy agradablemente cansada. ¿Es por las cinco horas de trabajo? ¿O por la actividad sexual de anoche y de esta mañana?

Los recuerdos de Mónica  invaden mi pensamiento: en el Charlie Tango, en la cama, en la bañera, bailando por la cocina. Y pensar que todo empezó aquí el viernes… y que ahora está sopesando aceptar mi proposición.

¿Se habrá leído el contrato? ¿Estará haciendo los deberes?

Compruebo mi móvil una vez más para ver si hay algún mensaje o una
llamada perdida, pero no he recibido nada.

¿Accederá?
Eso espero…

Andrea me ha enviado la nueva dirección de e-mail de Mónica, y me ha asegurado que le entregarán el portátil mañana a primera hora. Con eso en mente, redacto un correo.

De: Vanesa Martín
Para: Mónica Carrillo
Asunto: Tu nuevo ordenador
Querida señorita Carrillo:
Confío en que haya dormido bien. Espero que haga buen uso de este portátil, como
comentamos.

Estoy impaciente por cenar con usted el miércoles.
Hasta entonces, estaré encantada de contestar a cualquier pregunta vía e-mail, si lo desea.

El mensaje no rebota, así que la dirección está activa. Me pregunto
cómo reaccionará Mónica cuando lo lea. Espero que le guste el portátil.
Supongo que mañana lo sabré. Me acomodo en el sofá con el libro que estoy leyendo. Lo han escrito dos economistas de renombre que analizan por qué los pobres piensan y se comportan como lo hacen. Me viene a la
cabeza la imagen de una joven cepillándose la melena oscura y larga; el pelo le brilla en la luz que entra por la ventana de cristales amarillentos y
agrietados, y el aire está lleno de motas de polvo que bailan. Canta en voz baja, como una niña.
Me estremezco.
No vayas por ahí, Vanesa.

Abro el libro y me pongo a leer, pero mi mente estaba en Mónica, en su cuerpo, en sus ojos fijos en los míos, sus gemidos y en como me hizo jadear y gemir a mi. Algo estaba cambiando en mi.

50 sombras de Martín (v) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora