En el corazón de Joseph Conrad.

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En una rústica mesa de madera, cuatro hombres beben cerveza y ríen. Es una taberna pobre, iluminada con un par de lámparas de gas. Ha caído ya la noche y la mezcla de niebla y humo habitual de Londres se ha convertido en una fina llovizna que empieza a convertir las calles en barro. Los hombres son o fueron todos ellos marineros, pero tienen otra cosa en común que los une: Todos son escritores. Tres de ellos son aficionados, el otro se gana la vida con eso. Los hombres se envidian mutuamente. Los aficionados envidian a su viejo compañero de navegación, ahora famoso y respetado. Él, por su parte, añora los buenos viejos tiempos en que, como sus amigos, escribía por el placer de hacerlo, un pasatiempo que le servía para matar las horas muertas en alta mar, como otros tallaban pedazos de madera con una navaja o apostaban a los dados. Para vivir de sus historias, ahora tiene que darle de comer algo a la imprenta todos los meses. Historias de amor, críticas literarias, cuentos de aventuras, todo sirve. Su mayor éxito sin dudas han sido las aventuras del capitán Marlow. Marlow era un explorador, aventurero y navegante civil. Siempre trabajaba por encargo, nunca se había enlistado en ninguna armada, porque no le agradaba recibir órdenes. Era un hombre decente y con un riguroso sentido moral, que se jactaba de "jamás haber dicho una mentira". Marlow era el hombre que "nunca había dicho una mentira": como Aquiles era "el de pies ligeros" o Ulises era "el astuto", esto era algo que formaba parte de su ser.

Los hombres están tratando de imaginar a personajes clásicos en situaciones totalmente fuera de carácter: Hamlet asesinando a Claudio apenas vuelve de hablar con el fantasma de su padre. Romeo y Julieta divorciándose. Otelo dándole una paliza a Yago y diciendo: "Me tenía harto ese tipo, siempre hablando mal de mi esposa". Todos ríen. Están sólo ligeramente borrachos. Conrad mira su reloj, vuelve a guardarlo en el bolsillo y dice una última broma mientras se levanta:

– Mañana debo ponerme a trabajar desde temprano. No se me ocurre nada sobre lo que escribir, así que supongo que será una nueva aventura de Marlow.

– Deberías escribir una novela donde Marlow descubre las fuentes del río Congo. No sé por qué nunca has escrito sobre eso.

– ¡Es verdad! Tú mismo intentaste remontar el Congo hasta sus fuentes. Podrías escribir algo mucho mejor que ese marica de Melville.

– El villano podría ser ese loco asesino con el que casi te agarrás a tiros. ¿Cómo se llamaba? ¿Kerts? ¿Kurtz?

– Rom. Léon Rom. Kurtz era el capitán de un mercante. Y no era un loco asesino: solo era un idiota. No lo sé. Quizás escriba esa historia. Ahora; adiós.

Ya sólo bajo la llovizna pensó en esa última conversación con ironía. "¡Marlow descubre los fuetes del Congo!" ¡Típica historia de aficionado! Una fantasía compensatoria de la realidad. El típico relato de un escritor que inventa a un héroe que logra en la ficción lo que él intentó en la realidad y fracasó. Rom había sido el menor de sus problemas en África. La falta de interés y la corrupción de los funcionarios coloniales belgas, una tripulación incompetente formada mayormente por esclavos, la hostilidad de los salvajes y, por último, la malaria. Tres días alucinando por la fiebre en un barco tripulado por esclavos caníbales y tres meses en cama al regresar. Sin dudas no iba a escribir sobre algo que ni siquiera podía recordar sin un profundo malestar. Marlow no descubriría las fuentes del Congo. Jugó con otra idea: "¡Marlow dice una mentira!" La idea le pareció divertida, como Aquiles huyendo cobardemente o Ulises haciendo el tonto.

Dos muchachas cubiertas con capas grises pasaron por la acera de enfrente conversando entre sí y riendo alegremente, indiferentes al clima lúgubre y a la creciente soledad de las calles. La alegría de esas risas femeninas lo apartó un momento de sus sombríos pensamientos y se quedó mirándolas alejarse. "Los hombres confunden con nobleza de sentimientos lo que, en el bello sexo, es sólo falta de imaginación. La incapacidad intelectual para entender el horror, a menos que lo vean de modo directo".

¿Cómo podría decir Marlow una mentira de modo que no sea absurdo? Pensó en una mentira de cortesía. No. Eso era hacer trampas. Desde luego que Marlow decía mentiras de cortesía, como todo el mundo. No era a eso a lo que se refería con que "nunca había dicho una mentira". Tenía que mentir de veras. Pero mentir es inmoral: si Marlow mentía, eso lo convertiría en un villano. ¿Cómo podía mentir un héroe? Mentiría, pensó, para salvarle la vida a alguien. Jugó con la idea un poco, pero entonces comprendió que estaba en el mismo caso que con la mentira de cortesía: Estaba haciendo trampas. Finalmente comprendió que había una única opción. Había solo un modo en que Marlow podía cometer el pecado de dar falso testimonio y seguir siendo visto como un héroe por los lectores: Mentiría por piedad. Las muchachas risueñas en la acera de enfrente ya casi se habían perdido de vista. Le mentiría a una dama. A una mujer joven, bella, ingenua e idealista. No para aprovecharse de ella o por algún motivo canallesco, sino porque comprendería que no podía decirle la verdad. Poner el peso de la verdad sobre esa delicada criatura sería como poner un yunque sobre una mariposa: la mataría. Pero, ¿Qué podría ser tan horrible como para no poder siquiera hablar de ello? Sus pensamientos volvieron a África. Recordó a Rom frente a su cabaña rodeada de cabezas clavadas en picas, sentado en su mecedora con una sonrisa diabólica. – "No existe criatura más despreciable sobre la faz de la Tierra que el hombre que ha conocido a sus demonios. El horror...El horror..."¿Estaba hablando de Rom o de sí mismo? – Cuando llegó al mundo civilizado la noticia de su muerte, de cómo había sido enterrado como un rey africano, entre toda clase de sacrificios y brujerías, la sociedad europea estaba horrorizada. Su familia salió a desmentir esos rumores: diciendo que, si era verdad que ese horrible ritual pagano había ocurrido, habría sido por ignorancia y en contra de su voluntad. Pero él sabía que los rumores eran ciertos. Su supuesto trono de mujeres desnudas había sido un invento de la imaginación licenciosa de periodistas europeos, pero sí era verdad que cuatro muchachas de su harén habían sido enterradas vivas con él para servirle en la otra vida. Marlow hablaría con la prometida de Rom ... Kurtz... quien le preguntaría si los rumores eran verdad. A medida que pensaba más en la idea, iba tomando consciencia de lo tremenda que era la situación: Para ese hombre, no haber dicho jamás una mentira era parte de su identidad. Mentir, aunque fuese por piedad, era morir a medias. La verdad destruiría a su interlocutora, pero la mentira lo destruiría a él. Se estaba sacrificando por ella.

Cuando llegó a su casa, buscó las memorias que se había propuesto escribir de su expedición al Congo. Era sólo una página sosa sobre la fascinación que siempre le habían inspirado desde niño las zonas inexploradas en los mapas. Manchas grises, a veces atravesadas por un río o por una cordillera, rodeadas por una línea de puntos y con la inscripción latina: "Terra Incognita". ¿Qué había ahí, en el centro de esas manchas oscuras? ¿Qué se escondía en el corazón de la oscuridad?

Decidió dejar esa primera página tal como estaba, sin cambiar una coma de lugar. Tomó otra página y escribió: "2".

Etcétera...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora