El largo camino a Michigan.

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Midway fue una victoria pírrica, pero fue una victoria. La leyenda dice que la batalla fue decidida por un solo guerrero: su valor y la suerte (que la prensa llamó: "el destino del cielo") convirtieron la derrota en victoria. Japón había perdido tres de sus cuatro portaaviones: el único que quedaba, el Hiryú, no había tenido ocasión de poner sus fuerzas en el aire todavía, cuando el portaaviones americano Enterprise se dirigió a él para acabarlo. Un piloto que se había perdido, a bordo de su Zero, casi sin munición ni combustible, lo vio por casualidad y se arrojó en picada sobre el portaaviones enemigo. Su sacrificio heroico averió la rampa de despegue del Enterprise y tomaría más de una hora repararla. No hubo tiempo para ello: Los aviones del Hiryú mandaron a pique al Enterprise antes de eso. El Alto Mando americano, viendo que su aviación había sido aniquilada, ordenó retirarse.

Daiki y Arata se conocieron en Midway, o, mejor dicho, se reencontraron allí; pues conversando más tarde recordaron que habían ido juntos a la escuela primaria. Eran soldados de tierra firme que estaban siendo transportados y no se suponía que combatiesen en el mar. Daiki vio una ametralladora antiaérea cuyos operadores habían sido asesinados por el enemigo, pero que no estaba averiada, y corrió a ella. Arata se le unió después, alcanzándole municiones y ayudándole a recargar el arma. Estaban rodeados por los cuerpos de los operadores originales del arma... o por lo que había quedado de sus cuerpos... Arata estaba enfocado en su trabajo con las municiones, tratando de no pensar en el horror que los rodeaba, aterrado por la cercanía de la muerte, cuando Daiki, con una sonrisa de oreja a oreja, le señaló al sol saliendo entre unas nubes, lo que le recordó a Arata a la bandera de su país. Daiki dijo con placer:

– Es un bello día para morir por el emperador, ¿No?

Arata lo extrañó muchísimo durante el desembarco de San Francisco. Daiki había sido enviado a San Diego. San Diego fue duro, pero San Francisco fue una masacre. Arata no podía sacar de su mente el resplandor amarillo de las ametralladoras sobre las dunas. Así se veía la muerte: un resplandor amarillo en la oscuridad de la noche. Desembarcaron a media tarde para que el enemigo tuviese el sol de frente encandilándolo. La batalla continuó toda la noche. Habían bombardeado intensamente las playas para cavan trincheras y para destruir las trampas del enemigo; pero cada paso sobre la arena podía ser el último. Cuando subió la marea, había tantos cuerpos que el mar se había vuelto rojo. Pero se vengaron: setenta y tres mil prisioneros de la ciudad fueron elegidos al azar y decapitados: ocho por cada soldado japonés que había muerto durante el desembarco. Se organizaron competencias: Dos oficiales decapitaban cada uno cincuenta prisioneros; el que lo hacía en menos tiempo, ganaba. Los soldados se reían, bebían demasiado y apostaban viendo esas competencias. Arata trató de sumarse a la fiesta, pero aquel espectáculo le provocaba un profundo malestar. No sabía por qué. Muy especialmente cuando llegaron unos camiones cargados con niños con alguna clase de uniforme. Los pusieron de rodillas, con los ojos vendados, en dos filas de cincuenta. Esta vez hubo pocos aplausos y risas del público. Arata comprendió que todos compartían su mismo malestar. La mayoría de los hombres en edad de combatir fueron ejecutados; el resto de la población fue organizada en cuadrillas de trabajos forzados. Las ventanas de las iglesias fueron tapiadas con tablas de madera y convertidas en prostíbulos.

Daiki y Arata se volvieron a encontrar en Denver. La "batalla" de Denver fue un paseo por el campo a cortar flores (Los americanos estaban concentrando sus fuerzas en Chicago: Ahí pensaban dar la batalla decisiva). Los dos amigos hicieron literalmente eso en su día de descanso: salieron a cortar flores en el campo. Inventaron un juego: cada uno activaba una granada y veían quien la sostenía más tiempo sin arrojarla. Arata vio que Daiki no iba a arrojarla: prefería morir a perder ese juego estúpido, entonces arrojó él su granada. Daiki hizo lo mismo, riéndose. A lo lejos, unos campesinos los miraban con temor y asombro.

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