Si hubiera cinco hombre justos

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Arístides López nunca había sido un idealista, alguien que soñara con cambiar el mundo. Tercer hijo de siete hermanos (el primero llamado igual que el padre y el resto con el nombre del santo del día), había tenido que abandonar la escuela para cuidar a sus hermanos menores. A los treinta y tantos tenía unas canas prematuras, la cara curtida por el sol y por la cal y las manos callosas de revolear ladrillos. Parecía al menos diez años mayor de lo que era. Sus empleadores solían irritarse con su temperamento. No era irrespetuoso, pero que un "peón" les hablara con la naturalidad, con la total falta de servilismo con que les hablaba Arístides, era algo que los sacaba de quicio.

Una noche, al volver a casa, su esposa le contó que esa tarde había venido la policía y se había llevado al paraguayo de al lado. Lo acusaban de haber violado a su propia sobrina. Arístides los conocía a ambos de vista: él era un borracho y a la niña la había visto sólo de pasada. Era una barbaridad más en un barrio donde esas cosas eran moneda corriente.

Como todo el mundo, se sorprendió e indignó cuando se enteró de que ya lo habían soltado al paraguayo. La sobrina se desdijo, o su declaración original no fue considerada válida porque los padres la habían obligado a denunciar a su tío, o algo así. Algún tecnicismo de abogados por los que el tipo no había pasado ni dos días preso. Arístides sabía dónde encontrarlo: se lo había cruzado varias veces de noche, cuando volvía tarde de la obra. Arístides tenía un arma que se había quedado de una vez en que dos mocosos pasados de droga lo habían querido asaltar. Esperó a la una de la mañana para salir de su casa. Lo encontró al borracho sentado en una parada de colectivos, bajo la única lámpara de alumbrado público que funcionaba, con una botella de cachaza por la mitad.

– ¿Qué hay? – le preguntó el borracho.

Arístides no respondió. Sacó el revólver del bolsillo de la campera, apuntó al corazón y disparó. El disparo sonó seco, como cuando se rompe una tabla de madera. El borracho no dijo una palabra. Se inclinó hacia adelante y cayó al piso. La botella de cachaza que rodó por el piso hizo más ruido que el disparo y que el muerto juntos. Arístides miró en todas direcciones. Nada. Nadie. Volvió a su casa, guardó el arma en la mesita de luz y se acostó a dormir.

En los días siguientes oyó muchos rumores y chismes acerca del homicidio. Fue fácil disimular: sentía que la muerte del paraguayo era algo tan extraño, tan ajeno a su vida diaria, como si lo hubiese soñado. La policía identificó el arma como la misma que habían usado en el asesinato de un transa un par de años antes, lo que los puso en una pista falsa.

Arístides planeó mejor su segundo acto. Se dio cuenta de que la primera vez había tenido mucha suerte: alguien podría haber oído el disparo, o la botella rodando por el suelo, o haber salido a fumarse un porro. La próxima vez tenía que tener más cuidado. Había dos mocosos que trabajaban como testigos falsos: cuando los jueces necesitaban a alguien que hubiese visto algo, los iban a buscar. A cambio, los dejaban robar sin molestarlos. Los mocosos no se metían con la gente del barrio, eso sí. Arístides los encaró una noche: les convidó cigarros y les dijo que necesitaba que hicieran un trabajo por él. Había que limpiar a un tipo que lo estaba molestando en el trabajo, les dijo. La paga era modesta, pero el trabajo parecía fácil. Les propuso ir a un descampado para poder hablar con más discreción. Fue detrás de ellos, sacó el arma y los mató por la espalda.

La policía se dio cuenta entonces de que había un justiciero en el barrio. Empezaron a patrullar todas las noches. Estaban buscando al justiciero, pero, incidentalmente, eso causó que los delitos de todo tipo se redujeran de modo muy considerable. En el barrio, la mayoría estaba encantada con el "vengador anónimo", el "Robin Hood", o como fuera que lo llamasen.

Arístides no pensaba contarle a nadie lo que había hecho. Ni siquiera a su mujer. Estaba tomando unos tererés con un amigo suyo, con el que habían trabajado en varias obras y en distintas ocasiones se habían conseguido trabajo uno al otro. Este sacó el tema del justiciero:

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