Matar una leona.

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El príncipe era un poco alocado, sí, pero no era algo demasiado grave, que alarmase a sus tutores oficiales. Bebía desde niño. Era pendenciero. Y, desde que su tutor principal lo había autorizado a tener experiencias sexuales, cuando cumplió los 14 años, se pasaba varias horas diarias con sus esclavas. "Como cualquier muchacho con un juguete nuevo", decían sus maestros sin preocuparse demasiado por ello. El príncipe tenía también cualidades favorables, por las que era muy apreciado. Al caer al suelo un compañero, durante una cacería, saltó con su caballo sobre el lomo de un oso, para distraerlo. Durante una fiesta popular, cuando tenía 13 años, se arrojó al Éufrates a rescatar a un niño que se estaba ahogando, con riesgo de su propia vida. Su padre le dijo en esa ocasión: "Ser amado por el pueblo es bueno, pero no es necesario. Puedes hacerte odiar por el pueblo. Lo que no puedes jamás es ser odiado por tus ministros y generales. El rey reina, pero ellos son los que gobiernan en verdad el país".

El rey estaba muy enfermo. El príncipe asistía a sus lecciones diarias e hizo una pregunta que nunca había hecho:

– ¿Por qué nunca me enseñaron nada de estrategia militar o de administración? Todo es protocolo, literatura, moral. Aprendí a montar a caballo, disparar el arco y decir siempre la verdad, como todo buen persa; pero nunca me enseñaron por qué montar a caballo ni a quien debo dispararle mis flechas.

– Los generales se ocupan de la estrategia y, los ministros, de la diplomacia. Su deber es ser valiente e inspirar valor a sus soldados, su alteza.

Un mensajero los interrumpió:

– El rey lo manda llamar, su alteza.

El príncipe se paró a su lado, en su lecho de muerte. El rey le dijo:

– Te dejo mi reino y a mis generales y ministros para que lo guarden. Demuestra que eres un buen rey.

El príncipe oyó a los cortesanos murmurar acerca del problema de la sucesión ya en el cortejo fúnebre. "Todavía no cumple los 15 años", fue lo único que alcanzó a oír claramente. Estaba decidido a no ser una marioneta suya como lo había sido su padre, por lo que, apenas regresaron al palacio declaró en tono decidido: "No va a haber consejo de regencia. Reclamo mi derecho a probar mi valía del modo tradicional". Un ministro anciano tomó la palabra:

– Su alte...Su majestad: ¿Realmente le parece prudente? La prueba tradicional jamás se ha hecho sin tener... ejem... un segundo príncipe heredero disponible. Usted es hijo único.

– Hay otros siete hombres en la línea de sucesión del trono: Todos ellos dignos. Pasaré la prueba tradicional y, si no lo hago, lo mejor que puedo hacer por Persia es dejar el trono vacante lo antes posible.

La decisión estaba tomada y no se discutió más el asunto.

                                         *  *  *

El laberinto estaba en el medio del desierto. No tenía otro propósito y no había sido usado por más de un siglo. Hubo que hacerle algunas reparaciones para la prueba. El laberinto tenía, visto desde arriba, forma de H, salvo por dos apéndices que salían de la vara central: un pequeño pasillo circular hacia un lado y otro en forma de serpiente, hacia el otro. Ahí, en ese pasillo con forma de serpiente, pensaba dar la batalla. El príncipe había imaginado la situación durante años: Apenas se abriesen las jaulas, correría a toda velocidad a ese pequeño pasillo zigzagueante y esperaría a la leona contra la pared del fondo. Las jaulas estaban en los dos extremos de la H, de modo que los rivales no podían verse hasta que las jaulas se abriesen. Una jaula contenía a la leona, en la otra encerrarían al príncipe. Las paredes de los pasillos eran de ladrillo. El techo estaba lleno de luminarias, para que la luna alumbrase claramente los pasillos, pero nadie pudiese escapar por arriba.

Se habían reunido todos los ministros y los nobles, más algunos cientos de curiosos. El príncipe se desnudó y un sacerdote derramó la sangre de un becerro sobre su cuerpo desnudo. La leona hambrienta sintió el olor de la sangre y rugió en su jaula. El general del ejército le dio al príncipe un escudo y una lanza y lo acompañó a su jaula. Lo encerró él mismo. Algunas mujeres rompieron a llorar. El jefe de ministros puso en marcha la clepsidra que operaba el mecanismo de las puertas y, a continuación, le dijo solemnemente a la multitud:

– En algún momento hacía el final de la segunda vela, las puertas de las dos jaulas se abrirán al mismo tiempo. Nosotros nos iremos ahora. Volveremos mañana a la mañana y, dentro de ese laberinto, encontraremos o un cadáver o un digno rey de Persia.

El príncipe vio a la pequeña multitud alejarse. Vio desde su jaula la que podría ser su última puesta de sol. No tenía miedo, pero sí frío. "¿Hubiese roto demasiado el protocolo si les pedía que me dejasen una manta?", pensó. Se sentó en el suelo para no cansarse sin necesidad. Pensó en los griegos, quienes elegían a sus generales poniendo piedras en una vasija: blanca si lo aprobaba la turba, negra si lo rechazaba: Le parecía ahora un método menos estúpido para elegir gobernantes que cuando su maestro le contó de ello. "Un cadáver o un rey de Persia... Las dos cosas son honorables".

Sintió que la reja hacía un ruido raro y se puso de pie. Tomó su lanza y su escudo. De repente, la puerta se soltó y se elevó hasta el techo con un gran estruendo. El joven corrió descalzo a toda velocidad por el pasillo en penumbra, dobló a su izquierda y se metió en el pequeño pasillo zigzagueante. Con la pared del fondo a su espalda, apoyó una rodilla en el suelo, se cubrió con su escudo e izó la lanza en ristre. La leona llegaría en cualquier momento. Si no lo había olido ya, lo encontraría simplemente buscando la salida del laberinto. El corazón le latía como un redoble de tambor. Pero entonces oyó algo que no esperaba oír: Las voces de su general en jefe y de su jefe de ministros, llamándolo. El príncipe salió de su refugio. La leona estaba tirada en uno de los pasillos largos, muerta con una lanza. El general tomó su lanza para llevársela. "Volveremos por la mañana, como está previsto", le dijo, "Le diremos a todos que usted mató a la leona".

– Pero, ¿Qué hay de mi prueba? – Protestó el muchacho.

– Esta es su prueba. – Le respondió el jefe de ministros: – Mañana le dirá al pueblo que usted mató a la leona. Todos daremos fe de ello y el pueblo se creerá esa mentira. Eso demostrará que usted puede confiar en sus ministros y generales, y que ellos pueden confiar en usted. Eso es lo que en verdad se necesita para ser rey; no matar una leona. 

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