2. Culpas

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Permanecí en el interior del ascensor un rato mientras pensaba

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Permanecí en el interior del ascensor un rato mientras pensaba. Mi cerebro daba vueltas a las palabras de Caden tratando de encontrar alguna pista, o alguna trampa. Pero me sentía demasiado tonta como para captarlas, así que saqué el teléfono del bolsillo de mi campera arrugada.

Esperaba no tener señal, pero no esperé que este ni siquiera encendiera. Estaba totalmente muerto y no importaba cuánto tratara de prenderlo o reiniciarlo. Ya sabía que era un teléfono viejo, que no funcionaba muy bien, que no podía darme el lujo de comprarme uno nuevo, a menos que consiguiera el otro trabajo. También sabía que quizás estaba muerto debía a la extraña casa, pero eso no me quitó la frustración de encima.

Exhalé, con ganas de llorar, de la bronca, del resentimiento que me carcomía cada vez que no podía tener lo que los demás sí obtenían con mayor facilidad. Lancé el teléfono contra la pared del ascensor y me tapé la cara con ambas manos.

—¡Mierda! —grité.

Di varias patadas al suelo. No sabía qué sería de mí si no podía escapar de ese sitio. Tenía planes para mi futuro, para el resto de mi vida. Llevaba tiempo estando dispuesta a luchar por una mejor estabilidad y cuando estuve a punto de lograrlo, terminaba ahí.

—¿Cómo se supone que voy a pasar seis meses aquí? —estallé. Nunca llegaría a casa, mamá se moriría del dolor y nada podía garantizarme que pasado ese tiempo recuperara mi libertad. No podía conjeturar, ni prever. Por primera vez en años, no podía planear mis pasos. Menos, si no tenía idea de cómo funcionaba ese lugar...

Me puse de pie de un salto, arrojé mi campera y bufanda al suelo y corrí por el salón. Subí las escaleras a toda velocidad y recordé sus palabras y me dirigí por las galerías del primer piso hacia el ala norte de la Casa.

Había dos grandes habitaciones que daban a la calle, lo sabía por la visita guiada, pero no tenía ni idea de en cuál estaba Caden. No me importaba, tampoco, porque lo encontraría y lo arrastraría por dónde fuese necesario con tal de que hablara.

Casi tiré abajo la primera puerta y no me inmute cuando ingresé a la primera habitación, atravesando el pequeñísimo hall de la suite. Caden, que se estaba quitando el chaleco, se lo calzó a toda prisa, como si lo hubiese encontrado desnudo.

—¿No te enseñaron a tocar? —me espetó, cuando me planté delante de él, bufando como un toro.

—Dime qué fue lo que hiciste para terminar aquí —exigí, con los ojos clavados en su rostro. Él frunció el ceño.

—Esa es una pregunta muy personal para hacérsela a alguien a quien acabas de conocer, extraña.

Yo solté una risa que sonó más bien como un graznido. No había humor en mis gestos.

—Necesito saber qué te apresó aquí para entender por qué también lo estoy yo. Me da igual si es personal o no. Me importan un carajo las formalidades —solté—. Tengo que saber qué cagada te dejó encerrado por cien años aquí, qué tan malo fue.

La daga y la rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora