7. Remordimientos

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El resto de la cena transcurrió en un incómodo silencio

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El resto de la cena transcurrió en un incómodo silencio. Me costó tragar cada bocado y disfrutar del sabor de la carne y las verduras mientras evitaba ver a Caden, pero limpié el plato y me apresuré a ponerme de pie.

En ese mismo instante, él también se levantó.

—Espera —me dijo, logrando que volteara a verlo por primera vez en un largo rato. Su mirada lucía apenada, su expresión avergonzada—. Falta el postre y el café.

No solo no sabía si era capaz de aguantar ese ambiente tan caldeado un poco más, sino que me sentía muy llena como para dejar paso a algo más.

—No creo que pueda —dije, a lo que Caden arrugó toda la cara.

—He sido muy descortés —soltó, entonces, manteniéndose junto a su lugar en la mesa—. Desde que llegaste, lo único que hice fue transgredir todos los límites que uno debería tener con una señorita. Te he tocado sin tu permiso, te he hecho comentarios desafortunados. Te dejé claros mis deseos e intenciones cuando no tendrías por qué saberlas. Lo lamento.

Su discurso me tomó desprevenida y me quedé viéndolo con la boca ligeramente abierta más rato del esperado. En primer lugar, era raro para mi escuchar a un hombre expresarse de esa manera; en segundo, era raro que un hombre se disculpara. En tercero, era raro escuchar a uno razonando todas esas implicancias sobre el espacio personal y el acoso.

Pero en nuestro caso, yo también había dejado paso a sus insinuaciones. Las respondí, en cierta manera. Todas las expresiones de mi cuerpo reaccionaron a cada una de sus palabras y de su tacto, incluso en contra de mis palabras.

No estábamos siendo claros, en realidad. Ninguno de los dos.

—No soy una señorita —empecé—, aunque agradezco tus disculpas. Sin embargo, creo que los dos estamos haciendo las cosas bastante mal.

Caden ladeó la cabeza, confundido por mi contestación. Su frente se arrugó.

—Me has dicho que no te tocara, que no...

—Te dije que no era buena idea, que no te convenía —le recordé—. Tanto como tú me lo dijiste. Pero no te dije que no lo quisiera. Y eso creo que va a seguir dando pie a más malentendidos.

Puse ambas manos en la mesa, para apoyarme, y tomé aire. Esa iba a ser una conversación difícil, que me iba a alterar más de lo que ya estaba alterada. Pero era necesaria. Aclararíamos los puntos de una vez, nuestros límites y necesidades.

—Yo no soy una dama de principios del siglo veinte. No... tengo los parámetros de la cortesía que evidentemente tu manejas y seguro rompiste para terminar aquí.

Él hizo una mueca. Estaba claro que no. Él no había respetado a esa mujer, no había sido considerado con ella. Era valioso que lo reconociera y sí quisiera hacerlo conmigo, pero ese falso respeto solapado por una cultura tan patriarcal a mí no me caía.

La daga y la rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora