11. Consentida

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Consentida

No podía despegarme de sus labios

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No podía despegarme de sus labios. Tampoco dejar de tocarlo. Quería tanto de él que, a pesar de lo intenso que había sido ya, lo besé como si nunca lo hubiese hecho.

Caden me arrastró a la cama del cuarto y, aunque me acordé súbitamente que esa era la habitación de Tadeus Dagger, seguí. Enterré todas mis dudas y todos mis límites. Cualquier cosa que me frenara para llegar al infierno del que él mismo me estuvo hablando.

Él pareció ignorar por completo de quién era la cama cuando caímos redondos en ella. Sujetó mi pierna y la acercó a él. Hizo que mi pubis se apretara contra el suyo y la fricción con su erección me hizo temblar. Le clavé las uñas en la espalda y arqueé la espalda, para que mis pechos se apretaran contra su piel, le hice saber de nuevo que quería todo.

Pero, entonces, Caden giró en la cama, todavía agarrado a mi pierna, hasta quedar boca arriba. Terminé tumbada encima suyo, con los muslos abiertos y rodeándolo, con toda mi sensibilidad apretada contra su pene.

Sus manos subieron por mi piel, acariciándome lentamente, adorándome de a poco, hasta llegar a mis caderas y afirmarme. Me apoyé, cómodamente, y le sonreí, provocativa. Toda su extensión quedó sepultada debajo de mí.

—¿No crees entonces que esto es un poco mejor que el infierno en el que ya estabas? —murmuré, sacudiéndome ligeramente sobre él. Tuve varias puntadas de doloroso placer. Caden me clavó los dedos en la carne, se mordió el labio inferior. Estaba sintiendo el goce tanto como yo.

—Definitivamente —contestó, subiendo las manos por mi abdomen, llenándoselas entonces con mis pechos—. Esto es un sueño. Si después de esto me quemo eternamente, si estoy destinado a sufrir... no pienso perdérmelo un minuto más.

Me reí y levanté apenas el trasero. Tomé su pene con la mano y lo dirigí sin mediar un segundo más a mi interior. Se me escapó un suspiro en cuanto bajé las caderas. Él, una exclamación que le infló el pecho y le tensó las manos sobre mi piel.

—Dios, qué hermosa —gruñó, apretando mis senos. Sonreí y me moví. Me deslicé hacia delante, hacia atrás, fascinada con toda su dureza, pujando fuerte dentro de mí. Cerré los ojos por un instante, envuelta en lujuria, y desparramé mi cuerpo sobre el suyo. Me sostuve de sus hombros y con ese apoyo firme, más sus manos en mis pechos, me moví más rápido.

De poco, mis caderas se volvieron incontrolables. Sacudí todo lo que tenía sobre él. Mis nalgas rebotaron con violencia. La habitación se llenó de nuestros gemidos y del sonido de nuestros cuerpos al colisionar.

De nuevo, me olvidé de todo. Mi mente se sumergió en el placer y en la sensualidad. Solo fui consciente de su pene en mi vagina, del roce de mi clítoris contra su pubis, de sus labios apretándose alrededor de mis pezones, de sus dientes mordiéndome alrededor de los senos.

Solo viví, en ese momento, para cabalgarlo. No existía nada más.

El orgasmo me pegó mucho más fuerte que antes, también más rápido. Mi cuerpo entero se tensó y se retorció sobre él y tuve que detenerme, porque no podía manejar esa sensación abrumadora de locura y sabor y saltar al mismo tiempo.

La daga y la rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora