1. Prisión

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Prisión

Mi abuela solía contarme de un hombre que la atrapaba en sus sueños

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Mi abuela solía contarme de un hombre que la atrapaba en sus sueños. De niña, me aterraba que ese tipo también me atrapara a mí. Pasó mucho tiempo hasta que entendí que eran pesadillas y que su imaginación la mantuvo aterrada por años. No quise que su influencia también me hiciera delirar, así que me negué a creer que era real. Para mí, no existían los fantasmas ni los demonios, pero eso no evitó que la impresión me dejara lánguida en los brazos de uno.

Detrás del agudo sonido de mis oídos pitando, de la bruma negra que embadurnaba mis ojos, se escuchaba un silencio espectral. Ni una mosca, ni una respiración. Apenas si podía percibir la presión de unos dedos contra mi espalda, evitando que llegara al suelo.

Esa noción me causó un escalofrío, a pesar del intenso calor que me recorría las venas, producto del pánico, del desmayo y de mi cuerpo intentando mantener mi presión estable. Pensé, en medio de la bruma de mi consciencia, que si podía tocarme, entonces no era un fantasma.

Me agité, pataleé. Di manotazos porque creí que esa era la única manera de alejarme y protegerme. Pero estaba débil y mareada y no le acerté a nadie. Recordé que no había desayunado ni almorzado, como le dije a mamá que lo haría. Recordé que me estaba guardado ese dinero para pagar un libro y la impresión de la monografía. Recordé que me faltaban todavía ocho días para cobrar mi sueldo y que hasta entonces tendría que estirarlo y estirarlo y estirarlo...

Mi nuca tocó el suelo. Los dedos en mi espalda desaparecieron y fue en aquel instante en que mi visión se aclaró lo suficiente para ver a alguien sobre mí, observándome nada más. Parpadeé, sofocada y con el corazón bombeando a toda velocidad para estabilizarme, hasta que enfoqué ese rostro hermoso y condenado que debía tener más de cien años.

No pude respirar mientras él me observaba, de arriba abajo. No volvió a tocarme, solo siguió ahí, mirándome, deteniéndose en las facciones de mi rostro y en mi ropa de invierno. Temblé sobre el suelo, con la lengua pegada al paladar y la garganta seca. No hice ni un solo movimiento.

Entonces, él estiró los dedos hacia mí. Me encogí, cerré los ojos y apreté los labios. El terror me embargó por completo antes de que su mano corriera el cabello de mi frente... gentil.

—¿Cómo llegaste aquí? —murmuró. Su voz era grave, apetecible. Pero en ese momento, se me erizaron los vellitos de la nuca. Mi espalda, empapada de sudor, se estremeció. Él delineó mi sien con un roce particularmente delicado. El estremecimiento me tomó por completa—. ¿Quién eres?

Arrugué toda la cara. Me negué a abrir los ojos y me alejé de su contacto lo más que pude. A pesar de que era suave, todos mis instintos juagaban en su contra. No se podía confiar en alguien que estaba muerto. No se podía confiar en nadie si tal vez estabas muerta. No se puede confiar en nadie aún estando viva, eso lo sabía muy bien.

Él alejó la mano cuando rodé por el suelo, hasta hacerme un bollito y darle la espalda. Enterré le cara bajo mis brazos y me quedé ahí, hasta que mi respiración dejó de ser tan poco rítmica y sutil.

La daga y la rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora