5. Desgano

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Volví a mi habitación después de insistir con el ascensor una última vez

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Volví a mi habitación después de insistir con el ascensor una última vez. Le supliqué a la Casa que me abriera, que me dejara regresar, que tenía cosas que hacer, que mamá se iba a morir de la angustia, que había aplicado para el trabajo de mis sueños, el cuál me daría un mucho mejor sueldo que la mierda que hacia mes a mes y que lo perdería si no me presentaba en la entrevista la próxima semana.

Intenté apelar a la empatía y a la lástima, pero eso no funcionó. La Casa no estuvo de acuerdo con todos los sacrificios que hice para llegar ahí, para avanzar en mi carrera y en mi futuro y eso me generó un hueco en el estómago lleno de inseguridades.

Cuando pasó el momento en el que me planteé mis propios alcances y los desconocí, segura de que hice lo mejor para mí mima, para salir y cortar el ciclo infinito que perseguía a mi familia, volví a enojarme.

—¡Seguiré destruyendo todo! —le grité, aunque probablemente tampoco le importara, como todo lo que dejaba atrás por su culpa.

Subí las escaleras, entonces, y en mi cuarto me quité la cadena de la abuela. Estaba claro que no me dejaría salir, así que prefería dejarla en un lugar seguro donde no se fuera a dañar. Abrí el cajón de la mesa de luz junto a la cama y encontré un alhajero de porcelana esperando dentro, listo para guardar mi reliquia como si la Casa también la valorara.

La guardé ahí, con otra advertencia de que más le valía cuidarla con toda su existencia, y me giré hacia la cama solo para comprobar que mi ropa interior seguía ahí. Luego, volví a salir.

Bajé al salón y arranqué todas las cortinas. Me quedé colgada de la mayoría de ellas un buen, mientras gritaba como endemoniada. Eran de buena calidad y la tela no se rajaba fácilmente ni con todo mi peso. Tuve que saltar y correr por todo el cuarto para estirarlas y sacarlas de cuajo.

Una vez en el suelo, desparramado, lo pateé, lo pisé y le arrojé macetas con plantas que pude levantar del jardín. Algunas se rompieron cuando se estrellaron contra el suelo. Otras se volcaron y desplantaron.

Saqué adornos del living y los tiré también arriba del mismo desastre y contra las paredes. El jarrón con rosas de la entrada de la casa terminó reventado a los pies de la escalera. Cualquier otro elemento de cerámica o porcelana que me crucé tuvo el mismo destino.

Terminé sentada en medio del salón, entre todo el desastre y la mugre que hice, agitada y con el corazón desbocado por tanto esfuerzo. Por haberme esforzado tanto en liberar mi ira.

Me fui calmando poco a poco y mis ojos cayeron sobre mis manos vendadas. Esta vez, tuve especial cuidado en no volver a lastimarme con nada, pero ahora me dolían de tanto que las había fregado contra las cosas que tomé, arrastre y arrojé.

Me dejé caer de espaldas al suelo. Me convertí en una mancha azul claro en medio de la oscuridad del suelo y la destrucción del salón. Observé el cielo raso y la araña que colgaba del techo, con sus pequeños focos de cristal y sus adornos elaborados. Por supuesto, aunque lo pensé, no encontré ninguna manera segura de tirarla abajo.

La daga y la rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora