Parte 1. Perfume

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Una noche de principios del siglo XVIII, una luna roja iluminaba la noche, redonda e intensa. De esas lunas que presagian catástrofes, aventuras y romances. Aunque las personas se sentían ajenos a su influjo. Pero a esa luna nadie se le escapa por mucho tiempo y tenia un destino preparado, para todos aquellos que caminan bajo su resplandor. Ya sea un final o el comienzo de algo mas...

Como el de Till Lindemann, que mientras bajaba lentamente, las lujosas escaleras de su residencia. Mesita a como en tan poco tiempo, su vida se había roto irremediablemente. Su torturada alma solo deseaba olvidar, como fue traicionado y engañado de tal forma, él, que nunca había conocido el dolor, ahora se sentía preso y atrapado en una celda de sufrimiento sin fin, camino rápidamente y salió al patio, sofocado y agobiado, se abrió rabiosamente la botonadura de su camisa y se arrancó el niveo pañuelo, de su inmaculado traje blanco, respirando trabajosamente, sentía como la rabia y la locura apoderandose de el, solo quería salir y destrozar todo a su paso, tal como habían hecho con su vida. Pero entonces, una delicada esencia que lleno la aplastante inmensidad que lo rodeaba, no sabia de donde venia, pero se concentro en ese dulce aroma, que lo calmaba, y a la vez lo salvaba, de convertirse en el monstruo que en ese momento creía ser... Quizá eran flores de los campos cercanos, que soltaban ese perfume, etéreo y fragante, endulzando su noche más oscura...

En tanto, Richard Kruspe, estaba irreconocible, quien hubiera sido un coleccionista de aventuras, de vinos, de canciones y visitas a las habitaciones de las damas más hermosas, ya no sentía nada, su pasión por la vida, sus ardientes deseos y  todos sus sueños, eran idos, ese hombre que había sido, ya no existía... cabalgando por los caminos solitarios, a lomos de su caballo, vestido con un elegante traje blanco, haciendo ondear su capa, igualmente albina, se cruzó con un carro gitano, a lo que no le prestó atención, sin embargo, algo los hizo aminorar su marcha, había un fuerte aroma a canela, impregnado por todo el aire, lo respiro avariciosamente, el perfume espeso y tibio lleno todo su interior, tranquilizando su espíritu. Aunque no fue capaz de detener toda la ira que crecía dentro suyo, el aroma si logro envolverlo unos instantes,  amainando la tempestad de sus emociones. Pero al disiparse el olor, estas volvieron a atacarle con más fuerza, cabalgo con más bríos, alejándose en medio de la noche.

En otro sitio. Paul Landers, entraba por las amplias puertas de su casa, alisaba su inmaculado traje, más por frustración, qué por necesidad. Después de cerrar la puerta de golpe, se recostaba con pesar en ella. Cerro los ojos e intento calmarse, a ratos quiso darle de puñetazos a las hojas cerradas, llorar y gritar hasta cansarse, como hacen los niños, pero se contuvo, no quería dar rienda a su dolor. Levanto la vista un instante, sentía que podía verla, describir claramente cada uno de sus detalles, aunque estaba más lejana que nunca. Aun podía escucharla hablar horas, de las bellezas del mundo, aunque de todo lo que decía, nada podía ser comparado con ella, era como tener el mundo para el solo, y ahora se había quedado con las manos vacías, lo había perdido todo, todo por su propia culpa. Entonces, se juró, que no importara a donde lo llevara su vida, no volvería a perder el control sobre el mismo, sobre ningún asunto que lo rodeaba, solo así, podría controlarlo todo, incluido su corazón, que no volvería a exponer a las manos de la locura. Mientras se hacía esas promesas, 3l viento de la noche mecio los limoneros, expandiendo la cítrica fragancia, cayendo sobre el como un manto de aromas que refrescaba su ser, la esencia del azahar podía ser así de embriagante, a pesar de ser tan fuerte y salvaje, tranquilizaba todos sus sentidos y parecía limpiar cada resquemor del alma, por un momento, Paul se permitió ahogarse en sus espesos matices, pero luego abrió los ojos con determinación, y volvió a ser el hombre, que se había propuesto ser...

Mientras, Christoph Schneider, contemplaba su imagen, cubierto por un exquisito traje blanco, frente al espejo, decidía que iba a enterrar su pasado, su nueva vida sería tan pulcra y perfecta como su encimera, aunque por dentro, la espesa sangre roja lo desbordara... Apretó entre sus manos su capa y partió decidido. Dejándose llevar por el arrullo de sus pasos, por los interminables pasillos, iluminados solo por los rayos de una luna carmesí,  reiteraba sus convicciónes, para poder capear el vendabal. Reacomodo el lechoso manto, alrededor de su traje a juego, corrigió su antifaz, irguiendo los hombros. Continuó, por los fríos y solitarios pasillos, emulando los recodo de su mente y su alma. Notando apenas, como los amplios ventanales, eran enmarcados por los duraznos en flor, sus copas resaltaban en medio de la noche, como ramillete de estrellas sedosas y perfumadas, y. A pesar de su indiferencia, cayó sobre él con aromática coquetería, inundando todo a su derredor, como una tierna caricia...

Lejos de ahí, una alta figura de Oliver Riedel, se detuvo frente a la pequeña tumba, se arrodillo en la tierra negra, no le importo ensuciar su blanquísimo atuendo, mucho menos la capa que lo protegía del hielo nocturno. Frente a la solitaria cruz, parecía un silencioso angel penitente, así de imponente y triste se veía, quito las flores marchitas y coloco un ramo de brotes frescos sobre ella, en un vano intento de buscar consuelo. Ya jamás podría verla, escucharla, ni tocarla, saberlo era una tortura, así como el recuerdo del sol en su cabellera oscura, tan oscura como la tierra que la cubría. Pensaba doloramente en ella, con su corazón roto, ella que debía solo reír y ser feliz, se estremeció... mientras buscaba la salida, el aroma de los lirios silvestres lo perseguía, plagaba sus sentidos y por un momento, el dulce perfume fue más fuerte que el acre de la tristeza, que lo acompañaba...

En cambio, Christian Lorenz, monto rumbo a la noche, como siempre con su gesto inexpresivo, con la soledad que inundaba sus ojos, ignorante de todo, peor aun, de su propio sufrimiento. Se había resignado al familiar dolor que siempre lo acompañaba, sin más remedio, que seguir con el destino elegido. Rodeado por la noche, su nevado traje sobresalir en las sombras, quizá por la luna, que brillaba pasionariamente roja por todo lo alto. Entonces, un embriagante aroma a sándalo lo detuvo, sus sentidos se embotaron de esa inefable fragancia, era tan fuerte que casi podía saborearla, pero tan delicada que evocaba  los mas hermosos pensamientos... Entonces se agitó y salió del trance, al que sus sentidos lo habían llevado, y se alejó del inefable aroma, aunque podía sentirla, como se aferraba firmemente en su ser...  

  

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