Capítulo 4: Su protector

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Elizabeth acercó la pluma al contrato, releyendo rápidamente lo escrito en el. No tenía nada que pensar y aun así titubeó, sosteniendo la pluma a escasos centímetros del papel justo en el espacio en blanco arriba de su nombre brillando en letras doradas. Se sintió temerosa al estar a punto de cambiar su libertad por la de aquel ángel que tanto amaba. Claro que aceptaría lo que fuera por liberarlo, pero eso no evitó que sus manos se pusieran sudorosas y su pulso temblara antes de que la punta tocara el papel. Aferró con fuerza la pluma antigua, dejando que la púa perforara su pulgar y su sangre escurriera estratégicamente por el mecanismo de la punta para servir de tinta.

Pensó en cuanto habían sufrido ya Anael y ella por su amor. Desde que supo que él era un ángel entendió que lo suyo era prohibido y no había forma de que funcionara, pero a ninguno de los dos le importó y decidieron sacrificarlo todo por amor. Pensó que Dios debía estar enojado con ella por robar a uno de sus hijos y condenarlo a un destino tan trágico como el de perder sus alas. Quizá ese era el origen de su sufrimiento y no estaba más que pagando por todos sus pecados. Elevó la vista con temor esperando que Dios supiera lo arrepentida que estaba y escuchara sus plegarias.

—Después de traicionarme la última vez no puedo confiar solo en tu palabra, así que firma —Gabriel le habló al oído, notando su indecisión—. Si quieres su libertad, hazlo.

La chica pasó saliva, firmando por fin con su sangre, sin arrepentimientos. Era consciente de que su vida no le pertenecía desde hace mucho tiempo, solo que ahora existía un documento que lo avalaba.

Intentó concentrarse en la parte buena, sonriendo al pensar que su ángel pronto seria libre y retomaría su vida lejos de esa pesadilla.

Dejó la pluma a un lado y volteó en dirección al demonio sin atreverse a levantar la vista. Él le tomó su mano herida, curándola, para después aprisionarle ambas muñecas con unos grilletes de hierro que la obligaron a bajar los brazos por el peso. No fue necesario decirle nada, supo que le ponía ese accesorio con el fin de reforzar su condición de esclavitud frente a Anael y así limitar su interacción con él.

—Te llevaré a despedirte —su voz fue juguetona, tomando la pequeña cadena entre sus muñecas para hacerla caminar.

Elizabeth no necesitó levantar la vista para saber que sonreía, saboreando su triunfo. La risa malévola que soltó al empezar su camino le bastó para helarle la sangre. Cerró los ojos un segundo, pensando en algo bueno para no soltarse a llorar, viendo en su mente la sonrisa amable de su ángel, recordando los hoyuelos en sus mejillas y ella también sonrió, satisfecha con su decisión, convencida de que cualquier cosa valdría la pena solo por devolverle la felicidad a su amado.

Una vez más los gritos resonaron en el pasillo, sin nadie que los escuchara tras la puerta

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Una vez más los gritos resonaron en el pasillo, sin nadie que los escuchara tras la puerta. Elizabeth despertó agitada con la imagen de esa mirada anaranjada en sus sueños. Desde que su ángel se fue y Gabriel dejó de estar a su lado mientras dormía, las pesadillas la atormentaban. Un par de mucamas intentaron tranquilizarla, pero ella no entendía su idioma, lo que la desesperó todavía más. Manoteó cuando intentaron tocarla, asustada por el presente recuerdo de las manos de ese demonio en su piel. La garganta se le cerró y sintió que un ataque de pánico se apoderaba de ella, haciéndola levantar de golpe para alejarse de todos. Corrió directo al baño, encerrándose en él y cubrió sus orejas para dejar de escuchar, sintiendo como si un enjambre de abejas rondara su cabeza. Necesitaba silencio, pero las voces en su cabeza se negaban a irse.

Cautiva de un demonioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora