El Artefacto

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Un viento cálido y abrasador que provenía del norte azotaba con fiereza las sólidas y magnéticas murallas de la Fortaleza. Las torres de vigilancia, ubicadas de forma parecida a una brújula, se reflejaban en la arena que los violentos rayos de un sol despiadado coloreaban de un rojo intenso, capaz de dejar la piel en carne viva si uno era lo bastante sin cerebro como para andar sin zapatos. Incluso caminar con sandalias era cuestionable. Los guardias postrados en las torres, por su parte, debían soportar el calor desde lo más alto, ataviados en uniformes cruelmente pesados y nada frescos, que hacían que su baño diario fuera su propio sudor. Pese a que ellos no lo notaban, Jake sabía que algo extraño rodeaba a la Fortaleza. No era sólo el aire asquerosamente caliente, sino que se respiraba una fuerza indescriptible, una especie de punzante energía que iba en aumento poco a poco, expectante, calculadora, y por tanto peligrosa. Su Artefacto daba pequeños pálpitos mientras se acercaba a las imponentes puertas rojas. Podía sentirlo, podía incluso olerlo. Algo se acercaba.

Uno de los guardias que custodiaban las puertas rojas sonrió al verlo. Era un hombre que por poco alcanzaba los dos metros de estatura, era monstruosamente musculoso, y sin embargo siempre tenía una sonrisa para todo el mundo.

-Buenas tardes, señor Jake –lo saludó el guardia, con su habitual y luminosa sonrisa. Sólo los guardias y quienes habitaban en la Fortaleza, así como la gente más allegada, podía dirigirse a Jake o a los otros Portadores de manera tan informal, pero de los Cinco sólo tres lo permitían. Jake no tenía problema alguno con eso, le recordaba que por muy Portador que fuera también era un ser humano capaz de relacionarse con otros sin necesidad de tanta pompa. Era un recordatorio de que no debía sentirse superior a los demás, pese a que los estatutos de la sociedad así lo dijeran.

-Buenos días a ti, Vincent –respondió Jake-. ¿Qué te parece nuestro fabuloso día soleado? –preguntó con sarcasmo.

-Que es el peor día de mi existencia –Vincent hizo una mueca-. Maldigo este sol y este viento que me quema hasta mis bien protegidas y sudadas bolas. ¿Cómo rayos puede llegar así de la nada tan fatídico clima? Mire mi lengua, está demasiado seca, no hablemos ya de mi po…

-Estoy seguro de que es pasajero –lo interrumpió Jake al tiempo que se desternillaba de risa, pero aun así no quería saber nada más sobre lo que Vincent tuviera seco o no.

Vincent dejó que hiciera lo mismo de siempre. Se descolgó el collar de plata que cargaba en torno al cuello e introdujo el Artefacto en una de las cinco ranuras de las puertas rojas. Cada una estaba creada con la misma proporción y forma que el Artefacto correspondiente. El de Jake emitió un pequeño brillo y lo retiró. Las puertas se abrieron y se dispuso a entrar.

-Si encuentra algo de agua allá dentro –dijo Vincent-, ¿cree que podría traerme un poco para que mi lengua deje de ser un desierto más árido que el que nos rodea?

Jake le sonrió amistosamente.

-Cuenta con ello.

Vincent cerró las puertas con cortesía, no sin antes hacer una inclinación con la cabeza y despedirlo con otra sonrisa. Jake caminó por un pasillo rodeado de pinturas tanto de los Antiguos Días como de los Nuevos. Llegó a un salón enorme con columnas monumental y perfectamente talladas. Unas enormes escaleras que giraban en círculos daban a multitud de pasillos con multitud de cuartos y salas. Se dirigió a donde lo habían citado. El salón de reuniones tenía un decorado exquisito, lleno de colores salvajes, más pinturas, así como esculturas. Un estante enorme, ubicado al fondo, que medía alrededor de tres metros de largo, poseía infinidad de libros, viejos, sucios, con telarañas y algunos quizá más actuales. El suelo era de mármol. Sus zapatos repiqueteaban mientras se dirigía a la mesa rectangular en forma de pentágono. Estaba hecha de la mejor caoba del mundo, y había sido pintada maravillosamente de un color negro.

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