Ho-ho-ho!

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Ho-ho-ho. ¡Merry Christmas!

Era la hora. El despertador de Santa Claus no podía equivocarse. Las 6 de la mañana del 25 de diciembre. El inconfundible ho-ho-ho del muñequito depositado en la mesa de noche, panzón, vestido de rojo, barba blanca, montado en un trineo que justo enfrente marcaba la hora, anunciaba el tan ansiado momento.

Salí como una bala de mi cama y abrí las cortinas. Estaba amaneciendo y lo que vi, como todos los días desde hacía un mes, era la nieve sobre la copa de los árboles, blanca, fría, hermosa nieve esparcida por la calle, por el pavimento y las aceras, sobre el techo de las casas. Los pinos parecían ricos helados cubiertos de chocolate, sólo que en este caso serían chocolate blanco. Me dio hambre, pero ya habría momento para comer. Lo que importaba ahora, por sobre todas las cosas, es que éste día era el más especial de todos en el mundo.

Cuando quise alejarme de la vista tan bonita con la que siempre empezaba mi día, considerando que éste era aún más genial, me dirigí corriendo a la habitación de mi padre. Le salté encima como un chapulín y empecé a bailotear y a gritar de emoción.

—¡Papá, papá, despierta! ¡Es Navidad, papá, es Navidad! ¿Puedes creerlo? Yo aún no, pero es verdad, no me equivoco, sé en qué día vivimos, y ¡es Navidad!

Se despertó poco a poco conforme yo le decía todo aquello. Con alguna lagañas en los ojos, y bostezando, le costó adaptarse a la nueva luz del día, pero finalmente entendió de lo que le hablaba y me sonrió con mucha calidez.

—¿Navidad, hijo mío?

—¡Sí, sí, sí! ¡NAVIDAD! Vamos, papi, levántate, vamos abajo. Santa ya debió de haber pasado por aquí. Creo que lo oí entrar a la casa, lo sé, lo sé, papá.

—Te creo, hijo, te creo —mi padre, con apenas unas visibles canas en el cabello, se levantó vigoroso y me tomó de la mano, al tiempo que le decía:

—Ojalá mamá estuviera aquí.

Empezamos a ir al pasillo. Su mano me apretó fuerte cuando comenté eso. Él también lo pensaba, seguro. No fue un apretón de regaño, como hacía a veces cuando salía mal en la escuela, fue para darme ánimos, pero no hacía falta.

—Estoy seguro de que ella está aquí, hijo, este día… con nosotros.

—¿De veras, papá?

—Sí, así es. Y creo que ella también nos habrá dejado un regalo muy especial a nosotros.

Bajamos las escaleras, despacio, como para saborear cada momento. En la pared estaban los adornos: esferas de papel muy llamativas, copos de nieve, pero más importante, las fotografías de la familia. Todas, absolutamente todas, tenían a mamá ahí. Todos los días, no importaba a qué hora pasara por aquí, miraba los dulces y acaramelados ojos de mi mami, y recordaba su dulce, dulce voz, quien tuvo que dejarnos, pues como mi papi me había explicado, Dios decidió que ella tenía que acompañarlo ya, y tuvo que llevársela. Recuerdo que le pregunté a mi papá:

—Pero, ¿por qué? Si Él es bueno, ¿por qué la alejó de nosotros?

—Mi hijo, ella no está lejos —tocó mi pecho, en el lado donde estaba mi corazón—. Aquí está, no la ves, pero debes sentirla. Va a seguir contigo pase lo que pase. Sus ojos se apagaron, sí, pero su esencia, su ser, lo tenemos con nosotros. Mientras tú vivas, ella seguirá haciéndolo. A toda hora… Siempre…

Y mientras bajábamos las escaleras en esta nueva Navidad, la única en donde mi madre no me iba a esperar en la sala con una cámara y chocolate caliente en su mano, yo sí la sentía. Estaba aquí, acompañándome en mi día favorito de todo el año.

Me vi sorprendido cuando llegamos a la sala. El árbol de Navidad se encontraba igual que siempre, debajo no había ni un sólo regalo. Pese a todo, mi padre sonreía con gran alegría y fue imposible que me sintiera decepcionado. Había una razón para esos ojos que brillaban. Una razón para esa hermosa sonrisa. Fue cuando volví mi vista al tapete rojo con verde debajo del árbol y vi una hoja blanca, con letras a mano en ella. Mi padre la recogió, la leyó rápidamente, y su sonrisa se ensanchó aún más, me la dio y fue a la puerta.

Yo leí la nota. ¡Era de Santa! ¡Increíble! ¡Qué felicidad más grande que ésta!

—Al parecer mi mamá me ha enviado un regalo que Santa vino a dejarme, papá. Te dije que lo había oído entrar. Te lo dije.

—Lo sé, hijo, lo sé —me respondió con calma a un lado de la entrada.

—Pero ¿dónde está el regalo, papá? —Pregunté girando la cabeza a todos lados—. No lo veo, papá. ¿Dónde está?

—Creo que debemos salir —respondió papá abriendo la puerta. Salimos juntos… y lo que vi me dejó con la boca abierta.

Cuando dije que los árboles parecían helados cubiertos de chocolate blanco no era en sentido figurado. ¡Realmente eran helados! Gotas incontables de él caían al suelo, donde se mezclaban con la nieve, que no era nieve, sino algodón. Un algodón que un niño de la otra calle comía glotonamente y que mi padre recogió y me lo mostró. Percibí el acaramelado olor y mi corazón dio un saltito de alegría más. Era como si estuviera en una carrera de autos chocones. Pum-pum-pum.

—Ve, hijo. Ve y disfruta del regalo que tu madre ha dejado no sólo para nosotros, sino para el mundo entero.

Y lo hice. Lo gocé como nunca antes había hecho con una Navidad. Debajo de cada árbol había chocolate caliente, igualito al que mi mami hacía siempre. Incluso las hojas de los árboles parecían comestibles. Un ancianito pasó apoyándose en un bastón de azúcar, que había sido reemplazado por el raído bastón de madera que usaba siempre.

Y así muchas personas reían, cantaban, saltaban y gritaban de emoción, disfrutando de la mejor Navidad de sus vidas. No entendían cómo es que pasaba todo eso, pero no se preocupaban, eso no importaba. El qué y el cómo no tenían lugar allí. Solamente lo tenían el dónde y quiénes lo disfrutaban, incluida la vieja cascarrabias que por primera vez en toda mi vida la veía sonreír. Eso es lo que realmente importaba.

Miré a mi padre un momento, él lo hizo igualmente con ternura y cariño. Fue cuando alzó la vista al cielo, uno donde si podías volar, también podrías darle una probada, estaba seguro. Me quedé contemplando el cielo, ese mismo en donde mi mamá estaba ahora. De pronto pareció abrirse y una luz cálida me envolvió a mí y a mi padre. Una voz surgió de un lugar que nunca iba a llegar a comprender hasta que estuviera listo. Una voz familiar, que yo extrañaba tanto, reconfortante como el chocolate caliente más dulce que todos los dulces a mí alrededor…

Poderosa NarrativaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora