La Palabra Oculta

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Y él la escuchó. Fue un susurro… un susurro espectral. Un murmullo del mañana, una voz peligrosa con una tonada hermosa.

Jamás lo acabó de oír…

Sebastian tenía una pistola en la mano. Sus últimas horas habían sido horribles. La persona que más amó en el mundo había muerto. Fue ayer cuando rodó por las escaleras y se rompió el cuello. Lo vio todo, y no pudo hacer nada. Se odiaba ahora por eso, se daba asco. No quería sentir más que estaba vivo. La cabeza parecía a punto de estallarle, la sangre le bombeaba y le hinchaba las sienes. Quería acabar con todo, y lo haría.

Ella, su esposa, le había dicho, no hace mucho, que había oído una voz angelical, horrible y hermosa. Venía de las paredes… pero no era de ahí. Y la llamaba. Esa voz le dijo que la acompañara, le dijo palabras que hicieron que se aterrorizara. Una en especial la hizo enloquecer. La voz quería que muriera y lo hizo. Su esposa estaba muerta y Sebastian se vio obligado a convivir con esa voz. ¿Qué le había dijo a su amada para obligarla a arrancarse la vida?

Sebastian no lo supo. Ella ya no lo miraba, era como si le tuviera miedo. Él no entendía por qué, si llevaban diez años casados y nunca, nunca, le había dado motivos para que le temiera. Pero ahora Sebastian lo sabía: fue esa voz, aquella puta voz.

Ahora sostenía un arma en la mano, dispuesto a ir con su esposa. Quería que le explicara por qué lo abandonó, pero antes de hacerlo, la voz apareció. Él no la reconocía, no era ninguna voz familiar, pero era la responsable, ¿quién si no?

Ella no quiere que lo haga, desea que viva. ¿Con qué derecho le pide eso la perra?

No te unas a mí”, le dice, “no te quiero aquí”.

Pero a Sebastian poco le importa lo que esa voz quiera o no.

“Te llevaste a mi esposa, y la amaba con toda mi alma”, le reprocha con lágrimas en los ojos”. “Y no pude hacer nada para evitarlo. Así que no merezco vivir; me recibirás con los brazos abiertos y me permitirás estar con ella, maldita”.

Pera la voz insiste:

“¡No! ¡No es tu destino!”

“¿Destino?”, Sebastian pregunta hirviendo en cólera. “¿Cuál maldito destino?”

“Tú estás destinado a hacer grandes cosas, Sebastian. No lo desperdicies”.

“¿Dónde está mi esposa?”

“En un lugar mejor”

“¡¿DÓNDE?!”

“¡En un lugar lejos de ti!”

Sebastian le quita el seguro al arma y, desesperado, brama:

“¡VETE AL INFIERNO!”

Pero el arma se atasca.

“¿Lo ves?”, señala la voz. “Tú no debes morir. No puedes morir”.

“¿Y por qué ella sí?”, Sebastian solloza incontrolablemente, su corazón galopa sin rumbo dentro de su pecho. “¿Qué me hace diferente de ella?”

“No quieres saberlo”.

Algo se activa en su cabeza. Se asusta… se aterroriza, se desquicia. Jala el gatillo. Se atasca de nuevo.

“¡NO! ¡NO! ¡ESTO NO ES VERDAD!”, implora.

“¿Te das cuenta ahora? Ella no podía estar aquí. Así que tuve que llevármela. Era lo mejor para ella. Y te aseguro que está en un lugar lejos de ti: uno mejor. Está a salvo”.

“Lárgate”, Sebastian no puede creerlo. Arroja el arma al suelo, iracundo. “Eres una mentirosa. ¡Fuera, largo! Si no juro que averiguaré quién eres. Juro que te encontraré y te daré muerte, y conocerás quién soy yo”.

“El problema es, Sebastian…”, dice la voz, con un matiz repentinamente triste en su tono, “que ya sé quién eres”.

Sebastian corre desquiciado y sale del que por muchos años fue su hogar. Ya no tiene espacio para las lágrimas en sus párpados, ahora una furia salvaje, inhumana, domina sus emociones, sentidos… ensombrece su corazón. No tenía idea, mientras huía asustado de sí mismo, de que estaba dando comienzo a los próximos eventos por venir que eran inevitables. Puesto que el Universo estaba siguiendo su curso. Y su esposa no estaría allí para presenciarlo, y sólo por eso, debía considerarse bendecida.

Sebastian no acabó de escuchar lo que la voz le dijo. Una palabra, la palabra oculta. Jamás la volvió a oír. Pero ella lo sabe, y su esposa lo supo:

“Las cosas grandes que estás destinas a hacer, Peter, son terribles. Pero es tu destino y ya ha comenzado. Siento ser yo, esta voz de quien ahora no conoces su identidad, la que prácticamente haya iniciado esto, al llevarme a tu esposa. Pero ella merecía saberlo. Y tú lo sabes pero no lo quieres aceptar. Y jamás lo aceptarás. Pero ya estaba escrito. Así lo quiso el Universo”.

Sebastian oyó a medias mientras salía de la casa: algo surgía en su interior.

“Te encontraré, hija de perra. Lo haré. No tienes idea de lo que has provocado”.

La voz de Sebastian no era ya la de un hombre atormentado y herido. Es maldita: un siseo de lugares en donde nadie debería estar jamás, pero que está por salir.

“Lamentablemente, Sebastian, sí lo sé. Y lo siento, me apiado de ti… Y tu esposa ruega a Dios por tu alma. Porque tú eres el Heraldo de la…”.

Y él ya no oyó más.

Lo siguiente que supo, en su búsqueda desenfrenada, fue que la voz estaba en un lugar muy, muy lejos, fuera del alcance de los mortales. Pero juró que haría todo para llegar a ella. Y el mundo se volvió rojo y la Tierra se volvió un lugar cruel, atormentado por la furia de Sebastian. Trajo el caos y la destrucción; el miedo y la desesperación. Y desde ese lugar inaccesible, la voz y su esposa miraban, lamentando en lo que se había convertido. Pero no había nada que hacer. El mundo debía morir, pues el Universo así lo quiso. Y Sebastian era el ejecutor de la misión, el vehículo utilizado indiscriminadamente por los hilos del destino. Aunque no lo sabía, y jamás lo averiguaría. Qué lástima era pensar que jamás concluiría su búsqueda, pues pronto no dejaría un lugar más dónde buscar.

No era tan difícil ahora descubrir cuál era la palabra oculta que Sebastian jamás alcanzó a oír. Tal vez, de haberlo hecho, habría intentado cambiar. Pero las posibilidades de lograrlo eran… astronómicas.

“…eres el Heraldo de la…”

Muerte.

Poderosa NarrativaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora