El resto del viaje fue una lección para aprender a evitar las señales equivocadas.
Llegaron a Heathrow por la mañana temprano y tuvieron que darse prisa para tomar el vuelo de conexión a Málaga. El vuelo estaba lleno de excitados y ruidosos niños que se iban de vacaciones a España.
Llegaron a Málaga por la tarde temprano. Los esperaba un viaje de dos horas en coche hasta San Esteban. Porsche parecía cansado. Kinn lo llevó a una sala del aeropuerto para que se sentase un rato. Dejó el carrito con las maletas a su lado y se marchó, sin decirle adónde iba.
Cuando regresó, lo encontró en el mismo sitio.
—Piensa lo cómodo que sería si estuviéramos casados —le dijo Porsche cuando Kinn volvió.
Él dirigió la mirada adonde señalaba su dedo. Vio que sus dos maletas tenían las mismas marcas y modelos. Kinn torció la boca de disgusto. No le gustaba la broma.
—Era una broma —dijo Porsche al darse cuenta de que no le había gustado.
—Es hora de irnos —fue todo lo que dijo él.
Kinn tiró del brazo y lo ayudó a ponerse de pie. Le rodeó los hombros y lo llevó afuera, apretado contra él. Porsche se sentía bien así.
—No tienes sentido del humor —dijo Porsche.
—Tal vez no seas oportuno para las bromas —contestó él.
Posiblemente tuviera razón. Quizás no hubiera sido un comentario muy diplomático en aquella situación. Porsche suspiró, y él le apretó afectuosamente el brazo, como si comprendiera.
Cuando se acercaron a las puertas de cristal, vieron a un grupo de españoles de traje oscuro seguidos por otro grupo con cámaras de fotos, que iban siguiendo a una figura hermosa de ojos negros y cabello negro.
—Señorita Cordero, mire, por favor —decían y dirigían los flashes a la mujer.
—¿Es cierto que ha pasado la noche en Port Said con su amante, el jeque Rafiq?
Porsche notó que Kinn se ponía rígido. Lo miró y vio que fruncía el ceño.
—¿Qué ocurre? ¿Quién es ella?
—Serena Cordero, la bailarina —respondió. Entonces Porsche recordó. Serena Cordero era la reina del flamenco. Su reciente gira había extendido la fiebre del flamenco por todo el mundo. Y su danza apasionada cautivaba a todos los hombres.
Pero todo aquello no explicaba la actitud de Kinn.
—¿La conoces?
Él agitó la cabeza.
—Solo sé cosas de ella.
—Entonces, ¿por qué pones esa cara?
—¿Qué cara?
—Has fruncido el ceño —murmuró Porsche, y le tocó el espacio entre las cejas.
Kinn le agarró la mano y la quitó.
Y entonces, Serena Cordero pareció dejar de existir, porque el mutuo deseo lo borró todo.
—Vamos —dijo Kinn.
Kinn lo deseaba, él lo deseaba. Ocurriría algún día. Porsche estaba seguro.
—De acuerdo —contestó Porsche. Cuando salieron del aeropuerto, el calor los abrasó. Venir del Caribe podría haber significado que estuvieran aclimatados al calor, pero el calor húmedo de allí era muy diferente al calor seco de España.
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Deseo Culpable - KinnPorsche
RomanceEl empresario millonario Kinn Anakinn no dejaba de repetirse que el tentador Porsche Pitchaya no era más que un joven rico y malcriado, acostumbrado a que cualquiera cayera rendido a sus pies. Sin embargo, cuando se encontró en peligro, Kinn lo ayu...