V - Asunto familiar

16 5 11
                                    

Febrero, 2012

—¡Debes tomarlo con calma, Esteban! Tu deber está aquí, con tu esposa e hijos.

El hombre gritaba. Los reclamos y las voces alzadas salían despedidas por la puerta entreabierta. Estaba segura de que si el despacho estuviese completamente sellado las inminentes palabras del hombre acaudalado se oirían igual a través de las paredes.

¿Por qué gritaba tanto? ¿Para qué había regresado si papá ya lo había echado?

—¿Calma? —inquirió papá, el tono irónico y la risa cruda atravesaron el estrecho espacio entre el marco y la hoja de la pulcra entrada—. Tú eres el menos indicado en pedirme calma.

El silencio reinó. Ninguno pretendió romperlo con otro reproche, otro grito expuesto a ser oído por alguien fuera de las cuatro paredes de casa. Desde su llegada había sido así, gritando cuán mal parecía estar papá de la cabeza, sometiéndolo a tantas verdades que él solo apelaba a callar: solo eso podía hacer ante una voz tan dura y demandante.

No comprendía nada, sentada a pocos metros de la entrada y divisando los últimos rayos anaranjados del sol colándose por el ventanal dentro del despacho desde el suelo, no sabía entender mucho más que mi deseo de irrumpir y sacar a mi padre del que parecía ser su tormento.

Aquel hombre parecía haber llegado con la finalidad de humillarlo, de minimizarlo frente a su familia, dentro de su propia casa y mi padre lo había permitido hasta ahora que la calma era usada con afán de obligarlo a incumplir alguna acción que ninguno mostraba intención de aludir.

—Hago esto por ti, por ellos, por él. No puedes hacer esta tontería por un chiquillo. Déjamelo a mí —rogó. Era la primera vez desde su ingreso al despacho que se lo oía pacífico—. Lo resolveré yo y nadie tendrá porque saberlo. Hazte a un lado, Esteban. Permíteme solucionarlo a mi manera, solo por esta vez. Por ellos.

Ahí estaba su tono crudo junto a la demanda escondida entre palabras amables, ocultando una petición que sabía a amenaza.

—¡No! —decretó. La firmeza ruda en su timbre me hizo alzar las comisuras. Me sentía orgullosa de oírlo tan claro, tan seguro, sin atisbo de miedo—. De mi familia me hago cargo yo y ese bastardo pagará haberse metido con mi hijo. Tiene los minutos contados, me desharé de él esta noche. Y no te metas si no quieres correr la misma suerte —farfulló.

La sonrisa en mi rostro se desarmó, tan rápido como lo haría un castillo de arena siendo brutalmente pateado. Intenté recomponerme rápido, salir huyendo antes de ser capturada por fisgona. Sin embargo, tanto tiempo permaneciendo con el trasero estampado a los cerámicos hizo que me fallara el equilibrio; temblé presa del pavor a ser vista por mi padre y aquel hombre enfundado en telas costosas y roce sonoramente la cadera contra la mesita que sostenía uno de los retratos familiar.

El cristal estalló, los trozos se desperdigaron en el piso y parte de la alfombra rústica frente a la habitación de Lorna. La puerta fue abierta con brusquedad, me quedé quieta, observando el ceño fruncido de papá y la mirada sombría del hombre parado a su lado derecho.

—¿Ale? ¿Qué haces? —preguntó, su escrutinio y la intensa pronunciación declamatoria me hicieron pegarme a la pared.

—Sácala de aquí, ya habrá oído suficiente. Es un riesgo —declaró el otro hombre, sus ojos intensamente oscuros no dejaban de analizarme, de señalarme como a una ladrona atrapada en su acto criminal cuando el único con rostro y cuerpo de uno era él.

—¡Blas! —vociferó mi padre, tan alto y enojado que hizo vibrar el cuadro pegado a mis escápulas.

Cinco o seis mortíferos gritos helaron la temperatura del pasillo. Mi hermano hizo aparición al último y grave alarido de papá. Su corto cabello goteaba humedeciéndole la holgada camiseta roja, también llevaba pantuflas y un pantalón de chándal negro.

Las garras del miedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora