VIII - Un golpe de realidad

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Mack.

A los nueve años supe que algo andaba mal en mi cabeza, que la ira y la irritación en mi interior explotarían con mucha más facilidad que en un niño normal de aquella edad. Y no lo comprendía. En aquel entonces solo me sentaba en una camilla y oía a los doctores aconsejarles a mis padres buscar ayuda en terapeutas, que aún existía manera de controlar al monstruo iracundo que vivía dentro de mí: había alternativas de contener mi trastorno explosivo, pero mi padre negaba que su pequeña se sometiera a cualquier droga, él quería impedir que una de sus princesas sintiera tal responsabilidad a tan temprana edad. Se negó durante meses, hasta que notó que mis explosiones eran cada día más y más frecuentes, más arrasadoras y temibles.

Había despertado una enfermedad sin razón aparente, pues a diferencia de los demás con el mismo trastorno, yo no había crecido en un hogar violento. Nunca había sido espectadora de gritos, de golpes o algo que en mí instara la ira, la furia y el deseo de querer acabar con aquello que tanto me fastidiaba. Pero estaba enferma, obligada a permanecer atada a dos píldoras que neutralizaran una parte disfuncional de mi cerebro e hicieran de mí una persona normal, sin evidencia o rastro de estar asquerosamente descompuesta de la cabeza.

Suponía que debido a esas píldoras me encontraba sumida en un denso silencio, que por ellas no sentía la necesidad de hablar o de alejarme de los brazos que me envolvían. Quería creer que mi paz se debía a los efectos de dos píldoras, sin embargo, no era así. No me alejaba por elección, porque los labios sobre mi frente se sentían demasiado bien, porque me aterraba la idea de tener que alejarme de su abrazo y descubrir que la realidad no era tan amable como se la presentaba en las series de televisión.

—Mack —susurró Jean, su aliento acariciando mi sien.

No repliqué palabra. Me aferré a su torso con mayor intensidad, con la esperanza de que comprendiese que no sentía ganas de soltarlo e ir a donde fuese que estuviéramos yendo.

Suspiró entonces, mas su respiración frenando en lo alto de mi cabeza y el brusco movimiento de su pecho no me inmutaron. No cuando mi atención estaba al otro lado del cristal, analizando los relieves en las copas de los árboles, en el verde tan puro y vivo como el aire lejos de la ciudad. Mi mente se hallaba en algún sitio donde solo estamos Jean, yo y nuestro inmenso cariño y no quería abandonarlo.

—Está bien, no voy a soltarte —aseguró, apretándome a su pecho.

 —No sé si hayan olvidado donde carajos estamos y lo que estamos viviendo justo ahora, pero tengo la clara impresión de que los minutos nos juegan en contra —el timbre severo de Miqueas aplastó mi ensoñación.

Apenas volteé la vista hacia el frente, noté que nos observaba con una sonrisa forzada.

—Ella necesita un minuto —profirió Jean, y luego de un momento en que pareció apretar los dientes, añadió—: Puedes ayudar a Esmeralda, seguro ella estará encantada de oír tus… historias.

Se había expresado de manera natural, no obstante, el tono irónico y aquel corte de oración escondían las locas ganas que tenía de mandarlo a su infierno. Y no era el único con aquella intención, a su lado, Esmeralda había mostrado un gesto descontento por tener que lidiar con el rubio. Y también estaba yo, que si bien no podía enviarlo al infierno, podía enviarlo a diferentes sitios que lo igualaban en improperios. Al mismísimo carajo era uno de ellos.

—Yo encantada —Esmeralda sonrió con esmero.

—Iré en un minuto, señora —aceptó Miqueas, con dejo rendido.

Parecía conocer la insistencia de mi tía a tal punto que en cuanto ella descendió del coche se relajó un instante y nos observó. Primero a Jean, con detenimiento y una oscuridad recelosa en sus iris, y luego a mí, sin burla ni lascivia: sino con comprensión e incluso disculpa.

Las garras del miedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora