VI - Acecho

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Mack.

Imaginé que entrar a un edificio lejos de Oakville sería una oportunidad increíble, que sería una experiencia diferente para mí, no obstante, la realidad fue muy diferente a lo que esperaba; allí dentro tenían el mismo modo equívoco de juzgar y desvalorizar a una persona que en mi ciudad. Lejos de acostumbrarme a ser mal vista por un crimen que nunca tuve o tendría el valor de cometer me seguía afectando… ¡Joder! ¿Cómo no lo haría si se trataba de mi familia, de las personas a las que yo más amaba?

Pero ya estaba, el enojo que me invadió e hizo gritar ciento de profanidades al gerente de la empresa había servido para menguar el cansancio y estrés acumulado por recibir tantas negativas y explicaciones absurdas para luego cerrarme las puertas de sus pulcras empresas en la cara. Además, estaba convencida de que allí no era, al fin y al cabo, frente a mí había una ciudad con cientos de oportunidades más. Debía haber una puerta para mí, en alguno de esos edificios colosales estaba lo que yo buscaba y no pararía hasta encontrarlo. No iba a descansar hasta que la culpa fuera retirada de mis hombros, hasta que mi apellido estuviera limpio de toda la basura que le tiraban encima.

Suspiré con fuerza.

Echaba de menos oír la risa contagiosa de Lorna leyendo algo divertido, los murmullos nocturnos de Hernán jugando videojuegos, las prácticas de defensa con Blas, ver a mi padre programando sus citas en el salón y a mamá cantándole a sus flores. Extrañaba estar en casa, mirar películas cuando papá salía temprano del hospital o salir a cenar comida ucraniana porque a mi madre le gustaba sentir que de algún modo seguíamos viviendo en su país natal.

Tal vez si nunca hubiéramos regresado de esas vacaciones, ellos seguirían aquí.

Blas habría sido el policía que deseaba ser, Hernán estuviese pasando el agobio de la preparatoria, Lorna habría corrido contra reloj para culminar su carrera en ingeniería mecánica, papá hubiese continuado llegando a casa con la bata médica colgando de su brazo, mamá seguiría cantando e impartiendo clases de cocina en la escuela pública de Oakville, y yo hubiera estado dando atención médica a las mascotas del pueblo y no allí, sin ellos e intentando cazar al fantasma maldito que me los arrebató.

Tomé aire y lo liberé con lentitud. No era el lugar correcto para sacar la ira que me provocaba reconocer que jamás lo atraparía, tampoco podía gritar al cielo que estaba harta de sentir una batalla incansable dentro de mi cuerpo. No era sano pelear conmigo misma todo el tiempo, pero aún no quería que ella ganara porque su victoria sería la destrucción de mi autocompasión, y necesitaba de ella, debía mantener un cable a tierra para evitar desatar lo mismo que se desató al ver los restos de madera calcinada.

Apresuré el paso, mis tacones presionándose firmemente contra la acera. Llevaba más de un cuarto de hora sola y lo tenía prohibido.

Desde que salí de prisión y vi la nueva realidad que sería mi vida, tenía esa regla por miedo, porque me conocía y sabía que si alguien veía mi peor faceta intentaría acercarse y lo lastimaría, le haría tanto daño y yo no sentiría, ni siquiera lo vería. El cúmulo de ira me cegaría hasta caer en el cansancio físico.

Intentaba controlar esta enfermedad desde pequeña, no obstante, a veces parecía una bestia feroz e indomable.

Mis pasos se detuvieron en una esquina. Faltaba poco más de cuatro manzanas para llegar a la cafetería Queen; su nombre era una referencia y claro honor al grupo de rock británico favorito de Esmeralda, y por si había alguna duda de su fanatismo solamente debían verse los cuadros y las banderas decorando el área de los comensales para entender que su idolatría era una locura bellísima. Sí, mi tía tenía un lado salvaje del cual no se avergonzaba mostrar.

Las garras del miedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora