XIV - Mariposas

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Marzo, 2012

—A tu madre no le agrado.

No estaba dudando, ni por una milésima de segundo mostró emoción alguna que se asemejase a la inseguridad o el titubeo dubitativo. Y cuánta razón tenía en no hacerlo. No se equivocaba en pensar aquello. Mi madre se lo había demostrado al no dejar de verlo con recelo y advertencia mientras abandonaba la habitación.

Además, contábamos con el pequeño carcelero que nos había dejado, el cual gruñía bajito, como un lobezno siendo amenazado a quedarse sin cena por un adversario superior: mi hermano nos observaba sentado en la esquina más retirada de la habitación. Desde allí podía vernos a ambos, podía percibir los lentos y casi inadvertidos acercamientos de Austin, y con cada uno el pequeño y demoníaco Hernán gruñía, alertando que dejara de hacerlo o retándolo a sufrir la consecuencia de ganarse una bien recibida bofetada.

—Mi madre sabe lo que es mejor para nosotros y tú no eres nada bueno para mi hermana —masculló, aprisionado los dedos en un sólido puño.

Lo miré mal, casi apretando los dientes y obligándolo a salir sin aducir palabra.

—¿No piensas que eso debe decidirlo ella? —cuestionó, la sonrisa de un ángel desterrado hizo una fugaz e irónica aparición.

—Está enamorada —soltó sin vacilar—. No sé qué le hiciste a su cabeza, pero en dos días no ha dejado de mencionarte, no reflexiona con claridad, y eso lo hace una persona tonta. Alguien que siente mariposas en la panza. Hay que exterminarlas antes de que se propaguen y se conviertan en plaga para todo su sistema. ¿No crees?

Se me dificultó tragar, mi asombro y miedo a oír más era grande. Demasiado grande. ¿De dónde sacaba todo eso mi hermano de once años? Debían ser ideas sembradas por Blas, solo él y papá opinaban así. Sin embargo, mi padre no metería la nariz, no sin antes hablar con mi madre y llegar a un acuerdo para prevenir de una futura ruptura a uno de sus monstruitos.

—Así qué —volvió a verme, el verde en sus ojos refugió con malicia divertida—, ¿estás enamorada, enana?

Aproximó su mano y me clavó sus gruesos y masculinos dedos debajo de las costillas. Presionó con suavidad e intentó moverlos rápido con la idea de sacarme una risa. Pero no funcionó, mi punto sensible se hallaba muy lejos del abdomen y aún me dolía, las heridas seguían allí, casi intactas, reacias a sanar.

Le propiné un golpe seco, fuerte. En parte como venganza por todos los que él me había dado a diestra y siniestra dentro del garaje, y en otra porque sí, porque me apetecía sacarle una hermosa y casi lastimera mueca de dolor.

—Eres un mediocre bueno para golpear, ¿qué tiene de atractivo eso? No hay nada lindo en ti. ¿Vas a comprar los cuentos que te vende un niño con rostro de rata mal alimentada? —la crudeza y frialdad se oyeron ajena a mi voz, como si la que hablara fuese otra chica. Una que no me agradó.

Un tenso y muy visible silencio se coló dentro de la habitación. Hernán tenía expresión de satisfacción, como si el que yo dijese aquello lo llenara de orgullo. Austin no mostraba nada, siquiera la sonrisa de ángel caído que lo caracterizaba. Y yo… Yo no supe como gestionar las emociones.

—¿Lo ves? —preguntó en dirección a Hernán—. Ella me ve como su entrenador, nada más. Dile a tus padres que no necesitan amenazarme más, que entre ella y yo no habrá ni amistad. Además, el afecto es para los débiles. No pienso caer por una adolescente blanda y… sentimental.

Apretó la mandíbula, su expresión se endureció y me vio con el mismo sentimiento gélido-distante que pude conocer el día del entrenamiento. Me helé en su mirada, la fiebre descendió considerablemente y mi corazón dejó de latir con tanto frenesí.

Detecté odio, rencor y cierta obligación centellando en su mirada helada.

Si mis padres habían tenido influencia en sus decisiones, debía enfrentarlos, prohibirles que volvieran a actuar del mismo modo errado. Ellos me habían dado la vida, sí. Sin embargo, debían dejarme vivirla, debían permitirme equivocarme, tenían que dejarme crecer y entender que no siempre podrían protegerme, menos aún evitar que sintiese por un chico.

—Que no sientas lo mismo no te da la libertad de fracturar lo que ella siente —Blas profirió desde el umbral—. Tú —señaló al demoníaco con la barbilla—, largo. Y no dejes que nadie suba.

Hernán siguió la orden explícita en absoluto silencio. Pasó a un lado de nuestro hermano mayor mostrando obediencia y al mismo tiempo una fascinación que me irritó. En cuanto el pequeño demonio salió, Blas sujetó a Austin de un brazo y lo abrazó sin más, mostrando el cariño de un colega a otro.

—No me hagas arrepentir de esto. Si la hieres de nuevo voy a extirparte el esófago, ¿comprendes? —inquirió natural, como jugando una broma que al final de cuentas no resultaba ser una.

—Tranquilo, las amenazas de tu padre fueron suficientes —bromeó, liberándose del apretado abrazo.

—¿De qué se trata todo esto? —mi voz sonó suave. Las horas de sueño más la temperatura alta la habían reducido a eso: una maldita caricia de terciopelo.

—Mack —Blas se acercó y cogió mi mano—, Austin tiene pareja. ¿Sabes? Hay una chica en su vida y…

—¿Y por qué carajo me importaría eso? —lo corté, no quería oír más. No hacía falta—. Él no me interesa románticamente, solo es atracción, sé lo dije a mamá. Austin, ahórrate cualquier discurso y llévale los chocolates a tu novia, yo no quiero nada de un parásito como tú —la dulzura en mi timbre se quebró, la irritación estalló.

A Austin se le descompuso el rostro, nuevamente apretó los dientes. Sin embargo, esta vez demostró más. Mucho más. Prensó los puños y me observó con algo más profundo que la decepción. Allí, también cabía el enojo.

—Te veré en cinco días —masculló antes de sujetar duramente el ramo de chocolates y dulces e irse a paso apresurado. Abandonó la habitación soltando un portazo.

Me hice pequeña. Ante la incógnita refulgente en los ojos de mi hermano sentí la cama y el edredón demasiado grande, el último me pesaba mucho, como si quisiera aplastarme, así como yo acababa de aplastar una parte de mí.

Le había mentido, lo acababa de llamar parásito cuando pensaba lo contrario: cuando sentía todo lo opuesto a lo profesado. Qué idiota, ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué actué con tanto impulso?

—Mack —susurró Blas, deslizando el pulgar por mi mejilla humedecida—, no tienes que reprimirte. Déjalo ir.

Y lo hice, solté cada estúpida emoción en su hombro, mientras mi hermano me abrazaba con fuerza y me acariciaba el cabello. No entendía todo lo que sentía, aún me resultaba desconocido y temía saber el porqué de mi llanto, temía estar sintiendo demasiado… o no volver a hacerlo jamás.

Debía ser cosa de mi edad, de la poca experiencia. Algo propio de una niña.

—Estoy matando a mis mariposas —balbuceé apretando la mejilla en su hombro.

—No puedes, Mack. Eres una oruga, no puedes exterminar a tu propia especie —murmuró bajito—. Estoy seguro de que pronto te convertirás en una hermosa monarca y migrarás lejos del caos.
 
Tal vez. Pero, ¿podría volar con un ala medio quebrada? ¿Cuán lejos llegaría antes de que un niño travieso me aplastara entre sus dedos?

Las garras del miedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora