XIX - Instinto

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Jean.

Tres cuarenta y cinco de la madrugada, aún seguía sin dormir. Los pensamientos en mi cabeza volaban como las hojas secas, siendo ferozmente arrancas por la intensidad del viento. No podía dormir, pues hacerlo requería de una tranquilidad que no poseía. Mi cerebro era un mar violento de preguntas, de ideas que acababan falleciendo ante lo absurdo que sonaban.

Nuevamente, me hallaba parado frente a una ventana, percibiendo el panorama tempestuoso predicho por una decena de meteorólogos y profesados por los medios informáticos. Quería salir, caminar por el patio y, de algún modo, alejarme de aquello que giraba en mi interior como engranajes deteriorados y oxidados por los años. Pero no podía, ni siquiera tenía eso permitido.

Cerré la cortina oscura de un tirón, provocando un chirrido agudo con el movimiento brusco. Y caminé en círculos dentro de la espaciosa habitación porque no tenía a donde más ir, siquiera podía huir sin correr el riesgo de despertar a los demás y no quería. No deseaba compartir la carga con los nadie más. Me hallaba en una especie de negación enjaulada. Fue entonces que lo oí, un bostezo leve sonando tras mi espalda. El deslizamiento suave rasgando el insoportable silencio habitando en los rincones del cuarto y el peso latente de un cuerpo acomodándose sobre la superficie del colchón donde se suponía que yo debía estar durmiendo.

Me lo había propuesto. Joder. Hacía algunas horas me había prometido a mí mismo descansar, recuperar las horas perdidas de energía y fuerza, mas la penosa intención valió una mierda. No conseguía hacerlo, sabía que no conciliaría el sueño hasta extinguir las flamas de tantas inquietudes quemándome los sesos. No lograría pegar los ojos hasta sentir seguridad.

Me quedé inmóvil, tan solo aguardando por el sonido de su voz perezosa. Pero no hubo nada. Mack permaneció leal al mutismo enterrado en la penumbra del dormitorio, rodeándome el abdomen con sus delgados brazos.

Sentí el calor de su cuerpo calentándome la espalda, percibía el contacto de su mejilla descansado sobre uno de mis omóplatos y luego sus labios, tibios y suaves, dejando un beso justo allí, donde una constelación de lunares se alzaba en mi piel. Pequeños, desiguales.

—No sé qué me pasa —confesé en un susurro.

Baje la cabeza soltando un suspiro cansado y roce sus manos con las yemas de mis pulgares. Ella tenía las manos un grado más frías que el resto de su anatomía. Era apenas perceptible, pero ahí estaba, la diferencia de temperatura se notaba al tacto. Sabía de su manía por sentir la brisa helada acariciándole las mismas. Un modo de evitar sentirse sofocada, atrapada por aquello que controlaba también con píldoras y terapia.

Carajo. Las terapias. Hacía días ella no asistía y ni siquiera había preguntado cómo se sentía al respecto.

—Pasa que piensas demasiado, bestia —profirió.

No se trataba de un reproche, menos aún de una acusación severa. Solo era un decir jocoso, pues la gracia en su voz acompañando al estúpido e innecesario mote lo dejaron al descubierto. Levanté una sonrisa por eso, por nuevamente escuchar el apreciado sobrenombre colándose entre nosotros.

Ella lo recordaba, al igual que yo sabía que nuestro primer encuentro se hallaba muy lejos del que siempre contábamos a terceros desconocidos cuando lo consultaban. Mi pecadora de mejillas sonrosadas ante la vergüenza y mención de los pecados, sabía mejor que yo que llevábamos poco menos de diez años de habernos visto por primera vez, poco menos de una década de haber sentido el intenso flechazo por ella.

—¿Cómo te sientes? —inquirí dándome la vuelta, rodeándola sin darle espacio para que se alejase.

Dejé un beso en su frente. Por culpa. Por el resentimiento de antes no tomarme un segundo, solo un maldito segundo, para preguntarle cómo estaba pese a no ir al consultorio privado de Lyra, una profesional especializada en tratar la enfermedad que Mack cargaba desde pequeña.

Las garras del miedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora