Mack.
Para una chica que nació y pasó gran parte de su adolescencia en los suburbios de una pequeña ciudad podría ser difícil procesar el hecho de abandonar lo que vio en sus primeros años; peor aún, podría haber resultado demasiado complicado comenzar a transitar infinitos metros de pavimento rodeados de colosales edificaciones, atestados a cada paso por personas que se rozan y golpean entre sí porque a pesar de ser una bella e inmensa ciudad parecía no haber espacio suficiente para caminar sin chocar.
Montreal era un caos, pero indiscutiblemente estaba forzada a unirme y avanzar como los demás, aunque esto último significara un dolor insoportable de sobrellevar.
Nunca quise dejar la vida que tenía creada en mi ciudad natal, sin embargo, tuve que hacerlo. Tuve que alejarme de aquel infierno e intentar reciclar lo poco que conservaba de ella. Y de algún modo lo hice. Llegué a Montreal vacía, incompleta y totalmente desorientada. Cuando llegué siquiera me sentía una persona, no podía considerarme la mitad de una porque estaba rota, quemada de interior a exterior.
Algún ser de pensamientos retorcidos y metas inhumanas se había encargado de magullarme, de matarme asegurándose que sufriría el resto del camino.
La reconstrucción fallida.
Durante mi primer año viviendo y conociendo los rincones de Montreal fui aquello, sin embargo, y sin que lo deseara, mi atisbo de nueva felicidad llegó vestido con una simbólica sudadera roja, un gorro deportivo azul y rojo, y un vaqueros grises gastados.
De inmediato quedé estúpida e irrevocablemente atrapada en sus cálidos ojos castaños, maravillada por ser capaz de contemplar la dulzura y calma que desprendía su perfecta sonrisa, embelesada por los pequeños y adorables lunares acentuando la belleza en su perfecto rostro. Mas no fue su rostro lo que desató mi atracción inmediata hacía él, fue su voz: a mis oídos sonaba perfecta.
Me enamoré, desde hacía ya cuatro años estaba perdida y conscientemente enamorada del sexy chico que ascendía lentamente la cremallera posterior de mi falda. Y seguía notando el fervor en sus besos, el amor que desprendían sus bellos ojos al mirarme siquiera una fracción de segundo, lo notaba ahora, mientras lo observaba a través del cristal ovalado dentro de nuestra habitación.
Él no dejaba de mirarme, de analizar los gestos en mi rostro cada vez que intencionalmente me rozaba la espalda con los dedos y sonreía de manera boba, casi deleitándose por el sobre esfuerzo que yo hacía para no echarle los brazos al cuello y atraerlo a mi boca.
—Te ves hermosa —susurró, su respiración calentando la piel en mi cuello.
—Gracias —sonreí observando nuestro reflejo.
Sus brazos envolviendo mi cintura y sus ojos oscuros observándome cautivadores a través del espejo pintaban una imagen bellísima.
Me mordí el labio, conteniendo el deseo de probar los suyos.
—¿En qué piensas? —murmuró, y apretó sus labios contra mi cuello.
Amaba que hiciera eso, Jean lo sabía, pero no podía prestarle la atención que él buscaba y merecía. En dos horas tendría una nueva entrevista a la cual no podía retrasarme, pues la secretaria del gerente había sido muy explícita al exigir puntualidad. Aunque desconocía el porqué de su exigencia, de casa a la bulliciosa ciudad teníamos al menos veinte minutos en coche y otros quince para aproximarnos a la ubicación céntrica donde se hallaba la compañía. Y deseaba causar una buena impresión, en verdad deseaba poder ocupar ese puesto.
—En mi próximo tropiezo.
—Mack…
Negué, enfrentándome a sus ojos.
—Está bien, este o los próximos no harán que me dé por derrotada —él sonrió, asintiendo levemente la cabeza—. Además, tendré la excusa perfecta para que me consueles, porque si me rechazan de nuevo lo harás. Me consolarás, ¿cierto? —fruncí el ceño y él amplió un gesto divertido.
—Siempre. Sea cual sea el resultado siempre voy a estar orgulloso de ti. Nunca olvides eso, ¿de acuerdo? —moví la cabeza afirmativamente y luego besé su mejilla.
—De acuerdo, señor.
Una vez más volvió a elevar sus deliciosos labios, sin embargo, en esta ocasión con gesto intencionalmente travieso. Le sonreí igual, de manera sugerente: mordiéndome ligeramente el labio inferior, mientras me aproximaba a su torso y observaba los suyos con ansias.
Él suspiró bajito, apretando mi cuerpo al suyo, acariciándome con los dedos por debajo de la camisa que llevaba. Lo observé un instante; sus ojos castaños brillaban con deseo, sus labios se hallaban levemente distanciados y respiraba lento, mas con un dejé de esfuerzo. No me resistí, ¿cómo podría reprimir las ganas de tocarlo, de besarlo si lo deseaba a cada rato?
Alcé las manos, enredándolas detrás de su cuello y atrayéndolo más a mí en el proceso. Y lo besé, en un comienzo con dulzura, deleitándome con el sabor mentolado habido en su boca. Luego lo aproximé más, tomando sus abrazadores labios con mayor profundidad.
Era mío, sus sonidos guturales y la firmeza con la que me sostenía de la cintura me hacían saber que no estaba equivocada. Todo él era mío… siempre lo sería.
—¡Mackenna! Es hora de que bajen —gritó Esmeralda, mi tía.
Haciendo acopio de mi voluntad me alejé de su boca. Jean apoyó su frente en la mía, al igual que yo, intentando acompasar su acelerada respiración.
—Que comience la mañana —dijo con poco entusiasmo, en tanto se alejaba en dirección a nuestra cama. Al notar que no lo acompañaba se detuvo y tendiéndome la mano preguntó—: ¿Te unes a la monotonía conmigo?
Tomé su mano uniendo nuestros dedos, y así, en un ligero movimiento mi espalda quedó pegada a su pecho.
—Esta noche no escaparás de mí, pecadora —musitó.
—Nunca lo hago…
Su risita vibró contra mi cuello. Se sentía tan bien oírlo, sentirlo tan pegado a mí, poder percibir su olor varonil y la suavidad de su piel rozando ligeramente la mía. Mierda. Lo deseaba de mil millones de maneras y él lo sabía. Jean reconocía lo que incitaba en mi interior, sabía cuando yo necesitaba más de él, de su cuerpo y atención. Y justo allí necesitaba que me hiciera olvidar lo que me esperaba afuera, necesitaba que anulara los malos pensamientos con besos, caricias y su manera seductora de enloquecerme los sentidos.
—Mack, no hagas eso… —suspiró ascendiendo lentamente su nariz hasta un punto sensible tras mi oreja.
El ruego en el sonido calmo de su voz fue la señal para apartarme y enfrentarme a sus ojos: aún sonreía, mas no del modo insinuante o alegre que yo veía a diario. Su gesto emanaba perdón.
—Ya, mejor ayúdame a buscar el zapato, ¿de acuerdo? —él asintió dejando un beso casto en mi frente.
Sonreí en cuanto él se volteó y acuclilló frente al lateral derecho de nuestra cama. Amaba sus besos en la frente. Me parecía el gesto más dulce e íntimo que nunca antes había tenido la oportunidad de sentir, y era consciente de que solo se trabajaba de un beso. Sin embargo, la sensación de amor y la seguridad que me brindaba al él darme uno no podía explicarla… solo sentirla, atesorarla como lo hacía con cada momento a su lado.
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Las garras del miedo
Mystery / ThrillerUna tragedia inevitable, un recuerdo atroz y un temor letal son algunos de los fantasmas que día a día han perturbado la tranquilidad de Mack. Cinco años han pasado desde aquella noche, cinco años intentando demostrar su inocencia. Y cuatro años viv...