XII - Protección

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Marzo, 2012

 

Me encontraba en cama. Los golpes y la fiebre me tenían obligada a quedarme así, encerrada, casi olvidada por todos.

Austin Doug había sido cruel… Eso quería creer para dejar atrás el hormigueo que sentía cada vez que lo imaginaba sin la furia con la me había contemplado en nuestro entrenamiento. De aquello habían transcurrido tres días. Tres días y la fiebre aún me tenía amarrada a los cobertores.

—Treinta y ocho, nueve —pronunció mamá, observando el termómetro en sus dedos con el ceño hundido—. Si no baja con la medicina te llevaré al hospital —comentó en un suspiro.

Asentí, incapaz de negarme a la preocupación en su mirada.

—No volverás a practicar con ese chico. Casi te mata, Mack —dijo colocando una nueva y fría compresa sobre mi frente hirviendo—. No sé en qué pensaban tú y tu hermano, pero no quedará así. Luego de que mejores estarán los dos castigados: no más escapes nocturnos y nada de visitas amistosas por la madrugada, ¿entendido?

Nuevamente asentí. De nada me servía llevarle la contraria.

Tenía una balanza. No siempre podría mantenerla en constante equilibrio, eso yo lo sabía. Prefería dejar el dulce peso de las amistades que me rodeaban por debajo y los entrenamientos, el aprendizaje y seguir viendo sus verdes ojos, en lo alto. Justo allí lo quería, arriba, en la cima de todo, sin importar el vértigo que sentiría al momento de caer. Porque caería, con un chico como Austin caería tan fuerte que mis huesos y corazón quedarían hechos harina para pan.

—Mamá —la llamó Lorna, quien aún en su mundo inocente jugaba a ser mi enfermera en miniatura.

Los ungüentos que aplicaba sobre mi ceja y pómulo derecho habían sido uno de los tantos obsequios que traía tía Esmeralda desde Montreal. Ella aseguraba que en una ciudad tan inmensa como aquella siempre había tropezones, raspones de rodillas y codos, pero lo mío no era sin intención, distaban mucho de ser raspones inocentes de una adolescente y tardaban en sanar.

Tal vez el ungüento servía para desinflamar y acelerar el proceso de sanación de las tres heridas en mi rostro. Sin embargo, el dolor, las heridas apenas queriendo cerrarse y los hematomas en el abdomen no se me irían ni por qué papá trajera consigo todo un arsenal de medicamentos curativos.

—Ni lo pienses, aún eres pequeña —declaró advirtiendo lo que mi hermana consideraba hacer.

Era como yo en personalidad, pero tan alta y bella como nuestra madre. Lorna tenía algo que aseguraba que en algunos años más arrasaría con la cordura de cualquier chico. Aunque no, no lo permitiríamos. Ningún gusano de alcantarilla estaría jamás a su nivel. Nadie la tocaría, mis hermanos y yo lo evitaríamos.

—Pero…

—He dicho que no. Mejor ve y trae vendaje limpio —ordenó calma. Siempre calma, aun así, autoritaria.

Lorna bufó, lanzó una maldición en nuestro idioma y azotó la puerta con toda la solidez que su pequeño cuerpo ocultaba, y no era poca. De los Ochiagha Boyko era la más fuerte, luego de papá y Blas.

Mamá resopló con disgusto. No le agradaba que sus retoños tuvieran tal temperamento, tales actitudes. Mucho menos le hacía gracia que por un arranque de histeria un que otro adorno terminase desecho, inservible y manchando la armonía de nuestro hogar.

—Algún día, cuando ustedes cuatro se enfaden en sincronía, destrozarán esta casa ladrillo por ladrillo. Me recuerdan al lobo feroz, pero multiplicados —sonrió, untando el ungüento que Lorna dejó sin más en mi mejilla—. Un soplaré y todo acabará —dijo soltando una risa baja, sonaba como la brisa en otoño: fresca—. Traje al mundo lobos que saben soplar. Me siento orgullosa de haberlo hecho.

Las garras del miedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora