XI - Promesa

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Jean.

—Para ya —exigió Miqueas.

Él se encontraba apoyado en la carrocería del coche, despreocupado, permitiendo que el humo del cigarro que fumaba se disolviera en el aire cada vez que lo exhalaba por la boca o nariz. Estábamos solos, esperando a que el sol hiciera aparición entre los árboles y nos permitiera apreciar más allá del arbusto que se encontraba a unos metros nuestro, oculto entre los coches y el espesor de la penumbra.

Miqueas gozaba de una tranquilidad que yo no podía consentir. Me limitaba a caminar de un sitio a otro mientras intentaba que los nervios y las ganas de ir a encerrarme en la habitación se consumieran junto al cigarrillo que sostenía entre el índice y el medio.

No sabía cómo, por qué o para qué Esmeralda había hecho esa estúpida llamada. Pero no podía culparla, siquiera tenía cabeza para pensar en otra cosa que no fuese que ella, siendo tía de Mack, estaba en todo su derecho de también querer protegerla invocándolos a ellos. Aun así, consciente de que llegarían con un poco de ayuda pendiendo de sus manos, estaba asustado.

La sola idea de tenerlos a los tres juntos y parados frente a mis narices hacía que me entrara miedo, miedo porque los conocía. Sabía detalles poco gratificantes de lo que hacían en Ucrania y cómo se habían apoderado de la fama que cargaban con orgullo sobre los hombros.

Los tres me desagradaban pese a ser familia de mi novia. Ella los detestaba por igual y temía que por su rechazo pidiera distancia de ellos. Si aquello sucedía tendríamos otro problema, uno del que no podríamos zafar ni haciendo uso de un deseo del Genio de la lámpara.

—No sé qué demonios voy a hacer con ellos aquí —farfullé, metiéndome el cigarrillo entre los labios.

—¿Por qué no te relajas un poco, eh? —sonrió enfocando la mirada en el manto gris sombrío del cielo—. Solo es una visita de paso, como una rutina arbitraria para cerciorarse que la pequeña Mack siga en buena mano —bajó la cabeza y me guiño en tanto se llevaba el resto de su cigarro a la boca.

Lo ignoré. Alcé la mirada a donde él miraba y espiré lento, intentando seguir la serpiente de humo hasta que se dispersó convirtiéndose en nada.

La noche estaba cálida, húmeda y pesada. Hacía calor. Para ser otoño hacía demasiado calor. Sobre la ciudad había un cielo cubierto de nubes grises.

Antes, en la habitación, había visto que anunciaban una tormenta; los noticiarios y la red misma aseguraban que llovería en los próximos tres días y nosotros estábamos atascados. Aún no dejábamos Montreal como tenía planeado, seguíamos hospedados en el Hilton Garden cuando se suponía que hacía más de dieciséis horas habríamos emprendido marcha con dirección a Toronto.

—Tengo un plan —lo miré levantando una ceja, analizando su rostro. Seguía tranquilo, sonriendo como si el mundo se encontrara bajo sus zapatillas—. En cuanto él sepa de su regreso querrá ir a buscarla y estaremos allí… nosotros dos lo esperaremos y acabaremos con esto. Puedo confiar en que esta vez puedas ayudarme, ¿no? —sus ojos me escrutaron.

—No es tan sencillo. Mi… El jefe lo quiere vivo.

Y era cierto, su comunicado había sido preciso, sin titubeos o estupideces de por medio. Quería que Cayden cayera de rodillas frente a él. Quería que todos supieran quién tenía el control y lo demostraría cazando a quien lo destronó.

—¿Por qué sigues pensando en lo que él busca? —cuestionó arrojando la colilla—. No debería valerte su capricho y hacer lo que sientes. ¿Cuánto te quitó? ¿Cuántas veces pasó por encima de tus deseos, de todo lo que soñabas? ¿En serio vas a dejar que se lleve el trofeo? Porque cuando lo consiga tú volverás a ser uno más de sus esclavos, ¿quieres eso, Jean?

Las garras del miedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora