𝐈𝐈𝐈. 𝙃𝙤𝙧𝙖 𝙙𝙚 𝙥𝙖𝙧𝙩𝙞𝙧

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—¿Qué pensará de ti Miguel Ángel?

Las mejillas de Lolito se tiñieron de rojo y en seguida se dirigió a su armario. La duquesa asintió con la cabeza y depositó un beso en su frente.

—Sabía que comprenderías, hijo mío. Ya eres un doncel en toda la palabra. Y uno muy encantador. —Ella también se dirigió hacia el armario de su hijo y comenzó a sacar prendas de ahí—. Yo creo que para este viaje será necesario que lleves esos trajes. Este azul te favorece especialmente —se trataba de un traje con la casaca y el pantalón de color azul celeste, con los bordados en plateado y azul zafiro.

—¿Ese también? ¿Crees que voy a precisarlo?

—Pues claro, hijo. No olvides que en palacio se dará alguna fiesta a la cual debamos ir forzosamente.

Lolito volvió de nuevo a una actitud pensativa, dejando ver que las fiestas no eran muy de su agrado, pues la etiqueta no le dejaba ser libre y juvenil. Sin embargo, no dijo nada y aceptó las recomendaciones de su madre con total sumisión. El príncipe también eligió una pieza sencilla, que era perfecta para un día de campo, un vestido rojo con pocos detalles pero que lo hacían ver hermoso. Ese y otras prendas fueron aprobadas por la fémina mayor y entonces marchó en paz.

Por otra parte, el recuerdo de Mangel frenaba aquellos impulsos innatos en él, haciendo que apareciese ante su madre con la mejor de sus sonrisas. Lolito miró lentamente el montón de ropas escogidas y a continuación se levantó frente al monumental espejo en su habitación, para contemplar su silueta al tiempo que comprobaba cómo le quedaban esas prendas.

Al verse con los distintos trajes, rió complacido, porque según fuese la clase del mismo, adoptaba una postura diferente según le parecía más adecuado; ya fuera paseando con el cuerpo erguido y la frente en alto, ya fuera marcando pasos de baile en un gran salón, haciendo genuflexiones como si se encontrara frente al emperador o corriendo como si simplemente el lugar de la acción fueran los verdes prados que tanto le gustaban.

Miró a su alrededor para comprobar que nadie lo miraba y cogiendo la cítara, la caña y demás objetos que creía indispensables, los colocó en el fondo del equipaje que había de llevar. La duquesa creyó oportuno comunicarle, con la debida antelación, ese viaje a su marido.

  —Creo que no vamos a estar ausentes muchos días. Se trata solamente de una visita de cumplido a mi hermana, que ha tenido la gentileza de invitarnos a su residencia veraniega.

—Claro, claro —balbuceó el duque.

—Al mismo tiempo, tendremos la oportunidad de felicitar a mi sobrino Samuel, por su cumpleaños y su mayoría de edad.

—Bien, bien.

—No insistiré en que nos acompañes, porque sé que a ti estas visitas protocolarias no te hacen demasiado feliz.

—No debes preocuparte por mí. Aquí me encuentro muy bien, además alguien tiene que cuidar a los pequeños, ahora que Luzu se encuentra viajando por el mundo. Saluda de mi parte a la familia imperial.

El duque Doblas era sincero en sus palabras, la etiqueta no le llamaba la atención y se encontraba feliz en aquel lugar, en donde era tan querido y respetado por todos. Allí llevaba una vida apacible y en un constante contacto con la naturaleza. La pesca, la caza y la equitación eran sus deportes favoritos y siempre se encontraba ocupado en esas cosas. Solamente de vez en cuando, faltando a las reglas que se había impuesto a sí mismo, jugaba una partida de bolos, en la cual era un consumado maestro. Sus hijos menores reían y festejaban, satisfechos, al comprobar que su padre no erraba ni un solo tiro y siempre salía vencedor.

La duquesa sabía muy bien de esas aficiones de su marido, y sabía que solo causas ineludibles le harían cambiarlas por una visita al palacio imperial. Por eso cuando acordó el viaje a Karmaland que solo los acompañaría lolito, pues así sus propósitos no tropezarían con algún inconveniente. Los pocos días que quedaban para la partida transcurrieron sin el menor inconveniente. Lolito, como sabemos, había guardado sus cosas en pocas horas, así le quedó tiempo para dedicarlo al cuidado de sus animales y acompañar a su padre en alguna excursión campestre.

—No olvides que me has prometido cuidar al corzo y los pajaritos.

—Puedes marcharte tranquilo, hijo mío. Yo cuidaré de ellos y también de los conejos y gallinas. No tienes nada que temer.

—Gracias, papá. Sé que puedo marcharme sin preocuparme.

—Me complace que cuides con tanto cariño a los animales. Demuestras con ello que tienes un gran corazón, pero me veo en la obligación de decirte que no te acostumbres siempre a recibir el bien por bien. Los animales raramente te harán una traición, pero debes pensar en que los humanos pueden malinterpretar tu bondad o incluso, puede que no sea bien recibido. Lo que trato de decirte es que procures conjugar tu corazón con tu cerebro, siempre que sea necesario.

Por fin llegó el día que con tanta paciencia esperaban, particularmente la duquesa y Rubén. los criados iban y venían sin cesar, trasladando los equipajes de las tres personas que tenían que partir. En el momento de la marcha, la duquesa se dio cuenta de que Lolito había desaparecido. y no es que el jovencito tratara de quedarse en casa, sino que esperó el último momento para despedirse de sus animalitos, y muy en particular, del corzo, al cual le recomendó que no dejara de comer durante su ausencia.

El duque vio con agrado aquella escena y acercándose a su hijo, le dijo:

—Vamos, Lolo, el coche espera, ha llegado la hora de partir. No debes preocuparte por ellos, te prometí que cuidaría de ellos.

Lolito acarició el fino cuello del corzo y se dirigió hacia la explanada donde esperaban la duquesa y su hermano Rubén, pero durante el trayecto volvió varias veces la cabeza, sin poder contener furtivas lágrimas que lo traicionaban. Minutos más tarde, el coche que llevaba a la duquesa y a sus hijos se perdía en el recodo del camino, flanqueado por una espesa y atrayente vegetación.


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