𝐈. 𝙀𝙡 𝙙𝙞𝙡𝙚𝙢𝙖 𝙙𝙚 𝙪𝙣 𝙥𝙧í𝙣𝙘𝙞𝙥𝙚

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Hubo una época donde en las casas de las familias más ricas se vestían con pompa y esplendor, en la época de los grandes imperios como el conocido Dream smp y Tortillaland, aunque sin dudas, entre estos destacaba Karmaland, una nación que había prevalecido y sobrevivido a muchas guerras. En esos tiempos y en esos lares, casi entre la frontera de Tortilla y Karmaland, estaba el palacio de cierta familia unida a la imperial; se trataba de la Duquesa Doblas, tía del emperador, y su marido.

En el seno de esa poderosa familia habían nacido, como el mayor, Rubén, un chico alto y delgado, de cabellos blancos como la nieve; luego de él, venía Luzu, un chico también grande, de palabras muy refinadas y comportamiento de lo más educado. también estaban los hermanos menores, Alex, Nieves y Dulce.

Y luego estaba el hermano de en medio, un doncel de cabellos naranjas y ojos verdes como esmeraldas, semejante a una hermosa dama de la corte. Su nombre era Lolito. Lolito era el preferido de su padre, no así de su madre, quien prefería a Rubén y a Luzu por el comportamiento exquisito de ambos. Lolito era el preferido de su padre, como habíamos dicho, puesto que era el que incitaba a los otros menores a ser libres y revoltosos como no quería su madre que lo fueran.

A Lolito le gustaban mucho los animales, tanto así que tenía un corzo domesticado, infinidad de aves a las que se encargaba de alimentar cada mañana, e incluso, un cordero; asimismo, se dedicaba a la cría de conejos blancos y gallinas, pero claro, no podía faltar el elegante corcel y tres grandes canes que gustaban de estar con el precioso doncel.

A pesar de todo eso, el ambiente familiar no podía ser más agradable y con total cordialidad transcurrió la infancia de estos chicos. Así llegó Lolito a cumplir los dieciséis años. Montaba a caballo a sus anchas, cruzando valles y prados a galope tendido. Gozaba de una selvática libertad a la cual no pensaba renunciar. Su padre el Conde Doblas, estaba encantado con él.

Mientras tanto, en el palacio central de Karmaland, la Gran Duquesa pensaba en el problema que era la sucesión al trono. Su hijo mayor, Samuel De Luque, ya era el emperador con sus veintiún años, y parecía no preocuparse por eso. No tenía interés alguno en conocer alguna dama o doncel de su posición, con la excusa de que no había nadie perfecto para ese papel.

—Hijo mío, tenemos hablar. En calidad de madre e hijo, prescindamos de cualquier protocolo.

—Te escucho, madre —respondió Samuel —tomando asiento frente a su madre.

—No puedo ocultar mis preocupaciones acerca de la sucesión del trono. Tienes la edad suficiente para pensar en el matrimonio y es preciso hallar una solución.

Samuel no pudo negar que se sorprendió al oír las palabras de su madre, puesto que, siendo sincero, él no había pensado ni remotamente en el matrimonio, usando la simple excusa de que no había nadie ideal para ese puesto.

—Debo agradecerte, mamá, con toda sinceridad, de que te preocupes por el bienestar de nuestro pueblo y también por el mío, pero lo cierto es que no me he fijado en ninguna de las nobles damas ni donceles que conocemos...

—Lo sabía y es por eso he sido yo quien, estudiando todas las cualidades que debe poseer tu pareja, asegurando el bienestar del pueblo y tu felicidad, he encontrado a la persona que puede hacerte feliz en el matrimonio.

—¿Y quién es la persona elegida? —preguntó con bastante curiosidad.

—Es alguien joven y con un físico bastante lindo, tiene una belleza, tacto y educación exquisitas; estoy convencida de que no declinaría el honor con el que quedaría honrado si formulásemos su petición de mano.

—¿Y no has pensado en mi corazón, madre?

—No trato de imponerte mi voluntad, hijo —habló nuevamente la madre del soberano—. Sé que es tu corazón el que debe elegir, solamente te estoy señalando un doncel que, a mi entender, resultaría una magnífica pareja. por otro lado, si convives con él, podría ser el elegido de tu corazón. Si sigues mis consejos, todo saldrá bien.

Samuel, mejor conocido como Vegetta, pareció meditar unos segundos, como siempre que tenía que tomar una decisión trascendental de estado. Con más razón ahora, pues su corazón y sentimientos estaban en juego. Era un doncel, así que por su mente hizo pasar a todos los donceles que conocía con la esperanza de saber cuál era el elegido de su madre.

La emperatriz respetó el silencio de su hijo, que por fin preguntó de nuevo:

—¿Puedes decirme a quién te refieres?

—He pensado mucho antes de decidir. Se trata del príncipe Rubén Doblas.

—¿Te refieres a ese chaval? —preguntó levantando la cabeza con rapidez.

—No creo que esa sea la palabra adecuada para referirte a Rubén, Samuel. Ha dejado de ser un chiquillo para convertirse en alguien digno de ser el esposo de un emperador.

Sin embargo, él recordaba a Rubén Doblas como un chiquillo que aparentaba comportarse cuando su madre, su tía, estaba presente; pero cuando ella se iba, podía ser como un demonio.

—Hace tiempo que no lo veo.

—Fue hace cinco años, cuando nos reunimos en agosto con mi hermana, ¿lo recuerdas ahora?

—Recuerdo vagamente a mis primos Rubén y Lolito, pero eso no hace más que reafirmar mis anteriores palabras. Sin embargo, confío en ti y te autorizo a que hables con mi tía e incluso con Rubén de este asunto, pero con una condición: que no represente para mí un compromiso concreto. Ya te he dicho que tengo corazón y éste opinará también.

Su madre aceptó encantada tales disposiciones, pues confiaba en que su pensamiento se volvería realidad: que Samuel se enamoraría de Rubén y harían una hermosa y perfecta pareja imperial. Samuel se levantó y tras disculparse, salió de la habitación, pues tenía que reunirse con uno de los ministros, que tenía que decirle algo importante.

—Son las penas de muerte de cuatro acusados de conspirar contra la seguridad del estado.

—Tengo el deseo de estudiarlos con detenimiento. —dijo, negándose a firmar las sentencias de muerte—. ¿Quiénes son?

—Dos estudiantes y dos jóvenes obreros.

—Cuatro hombres jóvenes.

—Cuatro exaltados que es preciso eliminar. Es necesario obrar con mano dura, Su Majestad.

—Y yo he dicho que no estoy dispuesto a disponer la vida de unos súbditos, sean buenos o malos. Puede retirarse. 


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