I

28 4 0
                                    


Supongo que el problema conmigo era que todo el mundo creía saber cómo debía vivir mi vida.

¿Yo? Yo nunca supe si el camino que estaba tomando era el correcto, pero seguía mi instinto de supervivencia, mis ganas de ser yo misma, y esperaba lo mejor de las consecuencias de mis decisiones.

Siempre caminando hacia adelante, intentando dejar el dolor atrás mientras fingía que las cicatrices no dolían en una piel demasiado gruesa y curtida para alguien que estaba en el principio de sus veintes.

Pero la madre de mi madre me lo dijo. Ella me lo advirtió. Porque si hubo alguien que supo quién era yo, incluso antes de que yo misma me diera cuenta, fue esa mujer.

La abuela Tita solía decirme que la vida era injusta y que no siempre nos daba lo que queríamos y debíamos pelear por ello, pero que había personas como yo, a las que les tocaba aún más duro.

— Lo descubrirás algún día — decía mientras peinaba mi corto cabello —. Y si yo no estoy aquí para protegerte, deberás aprender a hacerlo tú, porque si algo hice mal en esta vida, fue darte la madre que te tocó.

— ¿La odias? — la miré esperando una respuesta.

Mi yo de siete años no sabía realmente lo que significaba odiar a alguien, pero mamá repetía una y otra vez que la abuela la odiaba.

Tita me sonrió y dejó un beso en lo alto de mi cabeza.

— No, no la odio — había un tinte triste en sus palabras —, pero deseo haberlo hecho mejor para ella.

Me sonrió sin mostrar sus dientes y vi como las arrugas en su cara se hacían cada vez más notorias, no recordaba a la abuela sin ellas.

Amaba mucho a mi abuela. Tita era una mañana cálida y soleada; era el color amarillo; las sonrisas amplias, el cielo despejado. Un baile mientras barría la casa; el tarareo de una canción mientras nos cocinaba. La abuela se sentía como un lugar seguro.

— Quizá por eso quiero hacer las cosas mejor para ti.

— ¿Por qué? — pregunté.

— Porque soy vieja y no creo que me quede mucho tiempo aquí y los errores que cometí con ella ya no pueden ser cambiados. Tu eres mi segunda oportunidad, estaré para ti como no estuve para ella.

Pero Tita solo tuvo razón en que no le quedaba mucho tiempo. Justo después de esas vacaciones en la que mi hermana menor y yo nos quedamos en su casa, la abuela murió, y nunca tuvo la oportunidad de hacerlo mejor para mí, o por lo menos eso le reproché a los diez años.

De pie en medio de la sala de la casa de mis padres, mientras el pastor de nuestra iglesia me exorcizaba para sacar los demonios que yo tenía dentro, una versión más joven e ingenua de mí, lloraba y rogaba a Dios para que aquello se detuviera, que me ayudara a escapar de ese lugar. Recé con fuerza, de rodillas delante de aquel hombre que posaba su pesada mano en mi cabeza y hablaba en una lengua que yo no entendía.

Me enojé con Tita por no estar ahí para protegerme, por haberme dado la madre que me dio, por haberme dejado sola.

Grité por auxilio a mamá, quien permanecía estoica junto a mi padre siempre severo e inamovible. Grité y pataleé, pero el hermano Alberto y la hermana María me sostenían fuertemente uno a cada lado.

Todos rezaban, y gritaban ignorando mis suplicas, mis lágrimas y el dolor que se estaba apoderando de mi alma.

— Es por tu bien — dijeron.

Pero yo era solo una niña y no entendía qué estaba pasando, no comprendía cuáles eran mis pecados.

— Esto te curará — juraron.

Pero yo no sabía cuál era mi enfermedad.

— Volverás a estar en el redil y agradarás a Dios — aseguraron.

Pero yo no comprendía por qué había dejado de agradar a Dios.

— Volverás a ser un buen niño, Tomás.

Pero yo no era un niño y odiaba que me llamaran Tomás. 

SERIE NUESTROS MEJORES DÍAS - 2. JUSTO A TU LADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora