VIII

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La posibilidad de irme de casa era lo único que me había mantenido cuerda durante meses. Fue la señal que le había estado pidiendo a la abuela, la señal de que las cosas podían ser mejores. Era lo que le había dado sentido a la vida tan miserable que estaba viviendo. Así que dar el dinero que tanto me había costado ahorrar, no era una opción para mí.

Yo había luchado por él, yo había trabajado duro. Sacrificado la mayor parte de mi tiempo libre, había dejado de llevarle flores a Tita. No era mucho lo que tenía, realmente no era nada, pero todavía tenía tres años completos por delante antes de cumplir dieciocho, y esperaba para ese entonces haber logrado la suma suficiente para alquilar una habitación en cualquier lugar mientras conseguía un trabajo y ahorraba más para un mejor lugar y poder estudiar.

¿Cómo iba a entregarle mi esperanza a alguien más? ¿Cómo iba a dar de esa forma lo que mantenía cuerda y estable a pesar de todo?

No sabía cómo defenderme de José. Sabía que si lo hacía las consecuencias serían aún peores, pero tampoco estaba dispuesta a entregar mi dinero, si lo hacía la primera vez, él seguiría exigiendo que se lo diera cuando quisiera. No quería morir en sus manos, pero tampoco quería darle lo único a lo que me aferraba para seguir andando en el camino tan cruel que me había tocado ¿No era eso lo mismo que morir? ¿Perder lo único que me daba esperanzas no era lo mismo que perderlo todo? Y si lo perdía todo ¿para qué seguir viviendo?

Ese día me levanté con la resolución de que no entregaría mi dinero sin importar lo que sucediera. Fui a la escuela, hice lo que siempre hacía. Me sumergí en mi rutina diaria, y a la hora de la salida, le pedí a mi abuela que me cuidara, que no me dejara sola.

En el callejón, mis torturadores habituales me esperaban. José volvió a halarme hacía ellos como el día anterior. Se puso enfrente de mí y estiró su mano con la palma hacia arriba esperando a que le entregase algo, el dinero, supuse, pero yo no lo llevaba conmigo, lo había dejado en casa en su escondite.

Juan Pablo estaba justo detrás de mi impidiéndome escapar, mientras Mateo se quedó muy atento junto a José. No había manera de huir de allí. Debía aceptar los golpes.

— Mi dinero — dijo José sin su habitual sonrisa.

Me erguí y apreté mi cuerpo para soportar el dolor que vendría.

Juan Pablo me empujó haciéndome tambalear hacia adelante, pero José me sujetó impidiendo mi caída.

— El dinero — repitió Mateo — ¡Danos el puto dinero!

— ¡Habla! — gritó José — ¿¡Acaso eres mudo!? ¿A parte de marica eres retrasado? — saliva salía de sus labios mientras rabiaba — DIJE — con su dedo índice presionó a un lado de mi frente mientras enfatizaba cada palabra —. QUE. QUIERO. MI. MALDITO. DINERO.

Cuando se dio cuenta que no iba a obtener nada de mí, le dio una mirada a Juan Pablo, quien me arrancó el bolso y comenzó a buscar en él. Mateo me tomó por los brazos y me puso de cara a una de las paredes del callejón. Me asusté e intenté liberarme, pero fue inútil, lo único que logré fue que golpeara mi cara contra la superficie de ladrillos.

Había imaginado tantas veces cómo se sentiría ser tocado por un chico, cómo se sentiría si ese chico hubiese sido José, pero nada me preparó para el pánico que se apoderó de mi cuerpo cuando las delgadas manos de ese demonio comenzaron a descender a lo largo de mis piernas, para después introducirse debajo de la camisa de mi uniforme hurgando en busca del dinero.

— Aquí no hay nada — esa era la voz de Juan Pablo. Desde donde estaba no podía verlo, pero imaginé que había deshecho todo en mi morral.

José detuvo su inspección sobre mi cuerpo mientras yo temblaba y las lágrimas mojaban mis mejillas.

Cada humillación recibida por parte de esos tres era peor que la anterior. No habían dejado una parte de mi sin marcas. No había un solo espacio en mi alma que no recordara como se sentían sus golpes, sus insultos, sus amenazas. Pero había una sola cosa sobre la que ellos aun no ponían sus garras, y esa era mi esperanza de huir algún día, de irme de casa, de la iglesia, de no verlos más ni a ellos, ni a mis padres, ni a nadie que me recordara la vida miserable que llevaba, así que soportaría cualquier cosa que me hicieran, porque nada podía ser peor que perder esa pequeña posibilidad de no estar más allí.

José me tomó por el hombro y entre él y Mateo me tumbaron al suelo.

— Traten de no golpear su cara — les advirtió José —. No quiero problemas con mi tío.

Y entonces el verdadero infierno se desató. Comenzaron a patearme, y cuando intenté protegerme con mi propio cuerpo, José mandó a que sus secuaces me sostuvieran de manos y pies para que no me moviera.

Las patadas en mis costillas hicieron que respirar fuera imposible, el dolor en mi entre pierna me hizo llorar y marearme hasta casi el punto de la inconciencia. Pero lo peor de todo fueron sus palabras. No sabía quién decía qué. No podía ver sus caras, me había obligado a mantener los ojos cerrados.

Yo era un monstro, una abominación. Yo era basura, peor que la mierda de rata. Yo era un marica, un fenómeno. Ni mis padres me querían, nunca nadie me querría. Yo daba asco, era un imbécil. Debería estar muerto. Matarme sería hacerles un favor a mis padres.

Yo era todo eso y más para ellos, pero en algún punto, sentí que lo que decían era cierto, tenía que serlo, después de todo, papá y mamá no me querían. Mi vida era una constante de sucesos miserables. Yo era una farsa pretendiendo ser alguien que no era, algo que no era, yo era lo que mis padres decían que debía ser, y, aun así, ellos me despreciaban.

Los golpes siguieron, las burlas no se detuvieron y yo lloraba y gemía, pero nunca pedí ayuda ¿Quién acudiría? Yo no significaba nada para nadie. La única persona que alguna vez me quiso estaba muerta, no se había quedado para protegerme.

Estaba sola, no era nada, no era nadie. Una chica sin padre, sin madre, sin amigos, sin familia que la amara realmente, eso era yo.

Cuando creí que estaba a punto de caer en la inconciencia, a lo lejos escuché una voz fuerte. Era un adulto, probablemente un hombre. Sus pasos retumbaron en el callejón. Los golpes y los insultos se detuvieron.

El hombre dijo algo. Su voz sonaba fuerte, enojada. Los chicos rieron, pero entonces él hizo algo, tuvo que hacerlo. No pude ver qué, pero las risas se cortaron de manera abrupta. La voz fuerte retumbó llena de rabia y mis atacantes se fueron corriendo.

Sentí la presencia de alguien grande encima de mi observándome. El hombre, supuse, no podía saberlo. Me dijo algo. Ya no había enojo en sus palabras, pero había algo más ¿Preocupación? No podía saberlo, ya no recordaba cómo sonaba la preocupación. La última adulta que se había preocupado por mí yacía muerta bajo tierra.

La persona volvió a hablar, yo no le entendía. Mi cabeza zumbaba y mis ojos se negaban a abrirse.

Este ser desconocido me tomó en sus brazos y me cargó. Se sentía bien ser sostenida por alguien, ser tocada por alguien que parecía querer protegerme y cuidarme, así que lloré como una niña pequeña.

Shhh — me apuró mi salvador —. Estarás bien. Te llevaré al hospital, tus padres vendrán por ti.

<< ¿Mis padres? ¡No! ellos no. ¡POR FAVOR NO! ELLOS NOS>>. Grité en mi cabeza, pero no podía hacer que mis palabras tomaran forma audible.

Debía abrir los ojos, debía hablar. Papá y mamá no podían verme así, o se enterarían de lo que estaba pasando y me culparían. Dirían que es mi culpa por no ser un niño normal. Me castigarían, me odiarían más de lo que ya lo hacían y yo no quería eso. No quería atraer su atención hacia mí.

— N-no — balbuceé aun con los ojos cerrados.

Shhh — volvió a calmarme como si fuera un bebé —. Tranquilo, estarás bien.

— Pa-pa-papá y mamá, n-no.

— ¿Qué? — el hombre detuvo su andar.

Me obligué a abrir los ojos, fue entonces cuando vi una gran peluca roja y unos ojos maquillados con lo que parecía todo el brillo existente en el mundo mirando directo hacia mí.

Mi salvador realmente era mi salvadora, ¿o qué era?

Un ángel, y estaba agradecida de que mi ángel luciera tan bien con maquillaje. 

SERIE NUESTROS MEJORES DÍAS - 2. JUSTO A TU LADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora