Un accidente provocado por un experimento fallido, lleva a un apuesto caballero del siglo XIX en un extraño viaje por el tiempo. Con los sentimientos a flor de piel y el desconocimiento de su ubicación en el tiempo, Lord Bennett conoce a Emilia, una...
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Había un ligero temblor en las manos de la mujer que permanecía sentada en el asiento tras el volante, respiró hondo, buscando poner control al ataque de pánico que parecía surgir. Pasó al menos veinte minutos en el interior del carro que seguía parado en el parqueadero; sin embargo, tenía miedo de enfrentar su nueva realidad, esa que quería suprimir de su vida por completo.
«Calma, tú puedes» pensó con la mirada puesta en el retrovisor.
Comenzó a tararear una canción para sí misma y la calma estaba por volver, ahora sólo debía arreglar el maquillaje corrido que tenía en el rostro, debido a los últimos minutos que perdió llorando y sumergida en su autocompasión.
A pesar del esfuerzo, los amargos recuerdos volvían con cada palabra mencionada en la canción que sonaba en la radio. De nuevo el llanto descomunal surgió.
Recordó el bonito vestido de novia que tendría que recoger ese día para nunca ser usado, las visitas a los proveedores del banquete para hacerles saber sobre la cancelación de su boda, y ni hablar sobre las reservaciones hechas para su viaje de bodas por París.
Aquellos fugitivos sueños de convertirse en la señora Miller estaban acabados.
Los amargos recuerdos la llevaron hasta el momento en el que irrumpió en la oficina de su prometido.
—¡De ninguna manera me casaré contigo! —Fue lo que ella dijo y azotó la puerta de la oficina donde encontró a su novio enterrado entre las piernas de su secretaria.
Los gritos de un par de alumnos en el estacionamiento, la alertaron de la hora, tenía que salir del automóvil y olvidarse de su pena. Buscó la cosmetiquera que traía en su bolso e inició a pintar un rostro falso sobre su piel. Finalmente, tiñó de carmín los carnosos labios donde delineó una diminuta sonrisa. Era tiempo de pensar en ella, decidió salir del auto para evitar que el mundo sintiera pena por su tragedia.
Atravesó los jardines de la universidad de Shrewsbury consumida por el nerviosismo de que alguien hiciera preguntas poco congruentes, luego ella se imaginó terminando en llanto. No, eso no debía suceder nunca. Al menos no en público o cercas de ese lugar.
—¡Emilia! —escuchó la mujer de cabello castaño.
Los ojos se le abrieron grandes y de inmediato aceleró el paso, como quien no desea ser interrogada.
—¡Emilia, espera! ¡Sabes que no puedes esconderte de mí! —expresó un hombre alto y moreno que corrió en dirección a la mujer—. He tenido que tirar mi café para poder alcanzarte, ahora tú me invitarás uno —bramó.
—¡Fausto Vallejo, me ocasionaste un terrible susto! —declaró con el pecho expandido.
—Sé que así fue, vi tu cara de pánico y tu acelerado paso.
Ella reacomodó su cabello, el cual se había desordenado por la carrera.
—Te he dicho que dejes de pasear por la universidad con tazas de café, esto no es el patio de tu casa. Usa un termo.