Un accidente provocado por un experimento fallido, lleva a un apuesto caballero del siglo XIX en un extraño viaje por el tiempo. Con los sentimientos a flor de piel y el desconocimiento de su ubicación en el tiempo, Lord Bennett conoce a Emilia, una...
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Emilia tenía frente a ella, el panorama que en otras desagradables ocasiones imaginó: John y Michael se enfrentarían. La pantalla instalada para la ocasión, mostraba el rostro y el puntaje de John, quien se encontraba en primer lugar, seguido del actual campeón, cuya fotografía evidenciaba toda la altivez que era capaz derrochar.
El torneo se resumía a un último encuentro: un hombre de cuarenta y cinco años que enfrentaría a otro más de treinta y ocho años, ambos de imponente presencia, con la arrogancia suficiente para asegurarse vencedores.
Emilia respiraba grandes bocanadas de aire desde el sitio en el que se suponía presenciaría el evento, una parte de ella quería salir corriendo para ver el combate desde la plataforma montada a un lado de la pista, misma que fue reacomodada para la presentación de la disputa por el campeonato. Sin embargo, dicho deseo fue colapsado bajo la idea de observar desde las gradas, así no alteraría la evidente concentración que John demostró en sus anteriores encuentros.
Los esgrimistas aparecieron sobre la pista y con ello, el público aplaudió; ambos figuraban uno al lado del otro de pie, con el equipo por encima y las rigurosas armas a sus costados, aguardando el momento preciso en el que pudieran batirse en duelo para sobrepasar el deseo de suprimirse el uno al otro. No obstante, aquello tendría que esperar al término del aburrido discurso del presidente de la sociedad de esgrimistas del condado.
Por su parte, Michael no soportaba la idea de continuar permaneciendo callado, comenzaría con su combate a su modo, haciendo uso de su virtuosa lengua y olvidándose del sable.
—¿Puedes creer que al fin llegó el tan ansiado momento, John? —preguntó con saña.
John no dijo una sola palabra, era tal su concentración que prefería mantenerse alejado de las provocaciones de Michael.
»Hace algunos días, mandé un correo a la universidad de Stanford y la respuesta me llegó anoche.
John volvió la mirada, esta vez algo parecía ser cierto y no era sólo el palabrerío de Michael que constantemente lo atosigaba.
»La respuesta fue tal que quedé helado —continuó un despreocupado Michael—. La cosa es, que no existe un tal John Thomson en Stanford.
—Cometieron un error —bramó John con la mirada en el público.
El rubio sonrió igual que si estuviera modelando para una revista de esgrima y enseguida negó con un ligero movimiento de cabeza.
—No, John. El error lo cometiste tú al haber creído que me quitarías lo que con mucho trabajo conseguí.
John no frunció el entrecejo, aun cuando por dentro añoraba retirarse la hipocresía y abatir al falso de Michael.
—Yo no te quite a Emilia, ella ya no quería nada contigo —manifestó aparentando tranquilidad.