Un sendero de flores (parte I)

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El alma de una madre no resplandece como nada igual en este mundo o en el siguiente; trae más alivio y esperanza que el primer rayo de sol acariciando la tierra, y puede ser mas poderosa que el más terrible vendaval. Ahora el alma de la antes Llorona sofocó la llama de la furia contra el monstruo que casi le arrebata a su hija, más bien tornandose tan suave como el cauce de un riachuelo tras una dura sequía.

Había pasado ya tantos años desde que tuvo un cuerpo físico, pero de alguna forma todavía podía sentir la suavidad de la melena obsidiana cada vez que peinaba los cabellos ondulados de su pequeña. Poco a poco la respiración de la joven Jatzibe se volvía más serena, pese a un deje de cansancio que ella jamás había conocido, no era igual a estar agotada por jugar a atrapar a Itzcuintli todo el día y apenas ser capaz de evitar que sus piernas tiemblen tanto como para que cayera como piedra en un río; más bien era una profunda sensación de vacío en todo el pecho, como si sin importar cuánto aire tomarás, tus pulmones jamás estarían satisfechos.

Viendo que la niña no podría recuperar sus fuerzas por si sola, su madre la llevo entre sus brazos como aquellas noches cuando su pequeña apenas abría sus las gemas de sus ojos, su visión reflejaría la gema que llamaban ojo de tigre, pero en ella podía ver el ojo de un jaguar que en esas tierras reflejaba la fuerza de la vida. Comenzó a avanzar lentamente hacia el horizonte hasta que noto que el perrito no las acompañaba, simplemente se quedaba sentado, la mujer ladeo ligeramente su cabeza instando al animalito a seguirla, pero el perro se mantuvo impasible y sin mover siquiera un músculo; la mujer se le acercó a su mascota y solo pregunto —¿Qué sucede Itzcui?— un apelativo que madre e hija usaban de vez en cuándo para referirse a su lampiño amigo, el cual lentamente se levantó para acercarse a su dueña, mordió suavemente la tela etérea de su vestido para tirar delicadamente de ella indicando una dirección, la misma hacia donde el colibrí había partido momentos atrás... La mujer no sabía que pensar, esa ave había salvado a su hija apenas unos momentos atrás pero un colibrí ordinario no podía tener ese conocimiento, debía ser un nahual.

Ella desconfiaba infimamente de las personas, una vez confío con todo su corazón en alguien y lo que obtuvo fue el dolor más desgarrador imaginable; pero por no confiar en el xoloitzcuincle antes casi pierde a su hija, si el perro creía que era necesario ir hacia allá, tomaría el riesgo con tal de ver a su hija como antes; así que asintió, Itzcui soltó el vestido y se dio la vuelta guiando a su familia.

Cuando el sol estaba cerca de llegar a su máximo esplendor, la mujer fantasmal pudo distinguir sonidos muy particulares: una tenue aunque enérgica musica llegaba desde no muy lejos, el sonido de lo que pareciesen troncos siendo apilados, las máquinas que recuerda haber escuchado llamar autos moviéndose, etc. Un pueblo, seguramente donde residía el nahual; acercó a Jatzibe protectoramente a su pecho insegura de acercarse a un lugar así, cuando un aroma muy particular... Podría decir que era el aroma de una planta, una flor siendo más específica, pero con una fragancia que nunca pudo conocer.

Pocos recuerdos quedaban de los días que era humana, pero recordaba canales llenos de abundantes flores de dulces y cautivadores aromas, con colores tan vivos que opacarían las más lujosas joyas; pero el aroma que ahora percibía no era igual a ninguna que pudiese recordar, el aroma la evocaba a acercarse, a solamente dejarse llevar por sus más profundos sentimientos. Cuando abrió los ojos finalmente lo entendió y apenas en un suspiro dijo —Cempasúchil— a pesar de lo mucho que había olvidado del mundo, había recuerdos tan arraigados en lo que alguna vez fue su mente que ni siquiera el paso de los siglos pudo desdibujar.

Los canales de Xochimilco fueron todo su mundo, aprendió a nadar en sus aguas desde que tuvo uso de razón, los cantos de las aves, el aroma de las flores... y la voz de su madre; no había pensado en ella en mucho tiempo, pero recordaba sus caricias y algunas de las historias que solía contarle bajo el manto celeste.

—¿Sabes porque el colibrí siempre visita la flor de cempasúchil?— dijo la voz de su madre mientras caminaban a través de un campo de flores, el aroma de las cempasúchil la llevo una recóndita parte de su memoria en la que apenas podía recordar su rostro, inclusive las palabras que le dijo apenas sonaban con claridad. No pudo visualizar el rostro de su madre, su mirada tan siquiera, pero sintió el amor que ella le tenía, aún cuando hacía mucho que ella se había ido y no estuvo a su lado para decirle adios—por amor; hace mucho tiempo hubo un niño y una niña, mejores amigos desde pequeños y hacían todo juntos, conforme pasó el tiempo, ellos crecían  y así como las flores el amor florecía entre ellos.  Tenían la costumbre de cada día con la llegada del ocaso ofrecerle flores a Tonatiuh, el señor del sol en lo alto de una gran montaña, para agradecerle por darles otro día donde pudieran estar juntos y se decía que su amor era tan puto y sincero, que el propio dios del sol les sonreía.

Un día la guerra llegó a su hogar, él tenía que dejarla para proteger a su pueblo, y asegurarse que ella también estuviera a salvo; pero un triste día ella recibió la noticia de el había fallecido, pero que con su sacrificio había terminado la guerra y un último mensaje para su amada— la mujer en su recuerdo simplemente repitió lo que ese día le dijo a su madre —¿Qué decía el mensaje?— dijo apenas en un soplo —le dijo: mi amada, me rompe el corazón tener en mi mente la sola idea de perderte, pero quiero que sepas que lo que sea que pase, nuestro dios sabe que lo hago por ti, y por un futuro; un futuro donde existan miles de niños y niñas que puedan florecer, amar y vivir un mundo donde la guerra no sea más que un recuerdo. Pero se en mi corazón que nunca estaremos separados, pues mi amor por ti es igual que la luna y el sol en los cielos... solo porque no los puedas ves, no significa que se hayan ido, solamente los ves de otra forma— esas maravillosas palabras iluminaron el alma de la madre de Jatzibe, revelando una gran verdad.

El amor que ella sentía a sus hijos muertos jamás fue sofocado por el dolor de su perdida, pero ella como mujer y madre necesitaba aprender; no a dejarlos ir, sino a entender que aceptar su partida no implica olvidar... Solo saber que ese amor vive en las memorias, pero esas memorias no son la totalidad de su amor, prueba de ello era una hija que ella no parió, sino que eligió amar más de lo que cualquier otra persona viva o muerta la hubiera amado.

—¿Y qué paso después mamá?— hablo la voz de su niñez a través del tiempo —la mujer, lloró su pérdida, y como gesto al hombre que amaba, volvió a la montaña donde agradecían a Tonatiuh por darles un día más para amarse y le suplicó que le permitiera unirse a su amado en el más allá, pero el dios del sol le respondió que un amor tan intenso y maravilloso como el que ellos compartían no podía ser privado del mundo, así que a ella la convirtió en una flor y a su amado en un colibrí, en cuanto el pajarito se poso sobre la flor, está se abrió en 20 pétalos de un color tan intenso y hermoso como el ocaso— la mujer hizo una pausa, en la que recogía a su hija entre sus brazos y la subía hasta que la pequeña podía sujetar los hombros de su madre con sus bracitos —por eso, la flor de cempasúchil es llamada la flor de los muertos mi niña: porque representa el ocaso de la vida, pero también refleja la promesa de que ni siquiera la muerte nos puede separar de nuestros seres amados— y ese instante la mujer recordó por primera vez en más de un siglo, el rostro de su madre.






Buenas noches mis queridos lectores, les doy las gracias por esperar la actualización de esta obra, espero disfruten de este capítulo y de los que estén por llegar. Les deseo felices fiestas y un maravilloso tiempo con sus seres amados

La hija de la Llorona, su PazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora