19. Mecanismos de defensa

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No, no lo es.

Pintaba mejor cuando estaba triste, no sabía qué decía eso de él. Estaba mejor solo, no sabía qué decía eso de él. La última pregunta de la psicóloga era verdad, no quería saber qué decía eso de él.

Cuando todavía era inmaduro se propuso dibujar cuando necesitara purgar las emociones, robar de recuerdos y de sueños, dar a luz a la obra más ecléctica. Pero todos esos años de caos habían probado que dibujar no había servido de nada, ni para purgar emociones, ni para superar errores; tan solo para terminar en esa condenada sala de terapia.

No le importaban ni el desagradable olor a aloe vera, ni la insulsa mesa blanca, ni siquiera la luz deslumbrante de la lámpara. No le importaba que lo mirara condescendiente o pretenciosa, ni que hubiera silencio.

—¿Huelga de habla? —Maslow era una mujer tranquila y sosegada. No había prisa en sus palabras:— ¿En qué piensas?

Por muy infantil que fuera, por muy tonto e inmaduro que pareciera, Nathan no contestó. El sabor cítrico culminó su paladar, amargo y dulce, como si una piruleta colgara de su boca, y lloró. Todo esto era demasiado: mantener esa fachada en forma de castillo en pie, hacer que el escuadrón marchara; dar cuerda a sus mecanismos de defensa.

—No puedo más —dijo—. No puedo más con todo esto.

—¿Qué es "todo esto"?

—Con todo lo que tengo en la cabeza, con la soledad.

¿Y cómo iba a poder? Se ahogaba en su propia demencia y respiraba los mismos tres bucles: «habría, debería, podría». Todo era demasiado: besarlo por las noches y acariciar su espalda a la luz del día, recordar cómo la traición se enrojecía en sus mejillas, cómo los zumos se derramaban fruto de los espasmos de sus dedos, cómo lo odiaba tanto que lo echaba de menos, preguntarse si su padre alguna vez lo había amado a él, su hijo, heredero de una corona rota, o si siempre fue el primogénito bastardo a pie de página.

Cuando el caos estalló, la empresa se fue a quiebra, obra de las habladurías. La casa se vendió. Nathan escapó y corrió lejos, esperando buscar a mamá al otro lado. Juraba que la buscaba en la casa de sus abuelos, en las caricias de Jacob, en Mason, en el cariño de cualquiera que lo mirara a los ojos. Nadie nunca podría entender la carencia de una madre que te odia. Mamá, oh mamá. Un pequeño lugar en su corazón siempre pensaría en ella. Y la odiaba tanto como a todos los demás, pero seguía volviendo a ella, y volviendo a ella y volviendo a ella...

—Esta es la única vez que no puedo evitar que se joda —susurró—. He intentado cuidar de Jacob desde que lo conocí, toda mi vida, ¿sabes? Esta es la única vez que no puedo evitar que se joda, no podré hacer nada cuando lo vea irse con Dante. He cuidado de todos desde que nací y no sé cómo cambiar eso. ¿Quién ha cuidado de mí?

Lloraba con el beso del instigador tatuado en el cuello y aun así Jacob se atrevería a decir que no tenía poder sobre él. Así funcionaban las cosas, le había llevado toda una vida darse cuenta de lo débil que era, preso de las carencias afectivas.

—Me enfado con él por las mañanas porque se apodera del baño y tengo que esperar tres años para poder entrar, pero luego me besa y se me olvida. Nos gritamos, pero cogemos el mismo bus para ir a trabajar, y justo antes de bajar en su parada me desea buena suerte. Al llegar a casa nos acurrucamos en el sofá para ver los reality shows de pacotilla y criticar a todo el que aparece en pantalla, me recomienda libros, le hablo de mis ilustradores favoritos, bailamos en la cocina las mismas tres canciones de siempre mientras hacemos la cena. Al caer la noche, dormimos en la misma cama. Tiene la manía de dormir boca abajo, así que yo descanso sobre su espalda, y justo cuando estamos a punto de dormirnos, nos miramos a la cara. Y estoy totalmente enamorado. Que me quiera así, que me mire así, me ablanda, me hace débil.

PERHAPS WE ARE GREY ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora