Prólogo

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En una noche ennegrecida, cuando el manto de la oscuridad abrazaba con avidez cada rincón del mundo conocido, los grillos tejían su canción inquietante, acompañados por el revuelo de las moscas que se sumaban al coro nocturno. Los estómagos de los pequeños sollozaban con el eco del hambre, recordándoles la cruda realidad de la penuria que los envolvía.

Dentro de las sombras que se alargaban en el vetusto orfanato, los rincones parecían susurrar secretos oscuros. En medio de esa penumbra, un niño se debatía por erguirse de su lecho maltrecho, su cuerpo exhausto por la falta de alimento. Paso tras paso, tambaleante, buscó refugio en la cama de su incondicional camarada, un lecho bautizado con el nombre de Melanie. Ese nombre en sí destilaba una dulzura y calidez innatas, evocando la imagen de una niña que coleccionaba flores y regalaba sonrisas a los corazones cercanos.

Horas antes, la misma niña, Melanie, había compartido con desprendimiento un pedazo de pan, una migaja siquiera. La mera evocación de tal acto benevolente generaba un fulgor cálido en el corazón del niño, un destello humano en medio de la insondable oscuridad.

Con la intención de despertarla, el niño pensaba anunciar su determinación de aventurarse más allá de las murallas del orfanato en busca de ardillas que cazar, en pos de alimento. Sin embargo, su búsqueda se tornó un descubrimiento macabro. Bajo el cojín de Melanie se hallaba un cuerpo sin vida. La niña había cedido a las garras del hambre que saqueaba sus vidas en aquel orfanato desolado.

No obstante, algo en particular atrapó la atención del niño. Una hoja de papel, colocada con esmero bajo la almohada, ostentaba un dibujo sencillo trazado con carboncillo. En aquel dibujo, Melanie aparecía junto a una puerta de proporciones titánicas. Tras esa puerta se desplegaban árboles y un río apacible, una representación del paraíso. Ese lugar, bautizado como Edén, encarnaba el anhelo de todos en un mundo marcado por el sufrimiento y la lucha constante. Un reducto donde el dolor y la angustia no eran sino quimeras, y los sueños más profundos hallaban su materialización.

Mas llegar al Edén requería un periplo monumental, uno capaz de alterar irrevocablemente el destino de quien osara emprenderlo. La niña, aun en sus postrimerías, había mantenido viva la esperanza de vislumbrar esa maravilla, esa belleza incomparable. La promesa del Edén constituía su último deseo, una llama que la muerte misma no logró extinguir.

El muchacho, sintiendo cómo sus fuerzas menguaban, se dejó caer en su propio jergón, poco más que un puñado de paja en el suelo del orfanato. En un gesto cargado de tristeza y resolución, susurró al cadáver de Melanie, aún tibio y con lágrimas surcando sus mejillas. "Te prometo que un día alcanzaremos el Edén, por favor, no te marches aún. Mis fuerzas también flaquean. Solo anhelo vislumbrar el Edén. Oh, dioses, compadézcanse de este pecador que ha sobrevivido en la miseria. Permítanme poner pie en ese lugar glorioso, concédanme la posibilidad, aunque sea una vez en mi vida, de acostarme saciado. Ruego, dioses... ruego..."

Con esas palabras, el niño se sumió en un sueño profundo, un letargo del que nunca despertaría. El agotamiento y la desesperanza lo arrastraron a un reposo del que no habría retorno. Así como tantos otros soñadores en aquel mundo, cayó antes de poder emprender su marcha hacia el Edén, un destino que parecía alejarse aún más en un mundo donde la esperanza y el hambre entrelazaban sus trágicas historias entre los muros del orfanato.

PUERTAS DEL EDEN - EL ASCENSODonde viven las historias. Descúbrelo ahora