Capítulo 2 - antaños tiempos calmos.

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El pequeño dragón se tambaleaba entre la frontera que separaba dos mundos. Sus huellas, marcadas como una línea larga en el árido suelo, parecían extenderse hasta el infinito. Curiosamente, su mirada encontraba un eco en un igual frente a él: su propio reflejo. El niño contemplaba algo completamente desconocido y desconcertante: su imagen.

Las lunas habían ascendido y descendido tantas veces como los pasos del pequeño dragón que recorría kilómetros interminables. Bajo la guía de un sol que le mostraba el camino hacia el horizonte, y acompañado por la brisa suave que le susurraba que la siguiera, el dragón descubrió algo inesperado.

Más allá de la interminable arena y la vasta tierra que dominaba la vista, descubrió agua: un charco.

El pequeño dragón había encontrado el océano.

En el lejano horizonte, donde la tierra se encontraba con el cielo azul, el mismo azul que cubría el firmamento se extendía también bajo las garras del dragón. El agua fluía tranquilamente, reflejando la paz que reinaba en el cielo.

Cristalino y profundo, de un azul que intensificaba cuanto más se miraba, el charco contrastaba notablemente con los colores que el dragón había conocido hasta entonces. Aunque desconcertado, lo que más le fascinó fue su propia imagen reflejada en las aguas mientras asomaba la cabeza sobre ellas.

Pasaron y vinieron las lunas muchas veces, pero el pequeño dragón seguía cautivado. En el vasto mar que lo recibía por primera vez, se reflejaba su cuerpo oscuro, sus escamas pintadas de noche y sus ojos brillantes cual estrellas de oro. Durante el día, su imagen brillaba junto a su hermano, y por la noche, junto a sus muchas hermanas.

Sin embargo, a pesar de su fascinación, el pequeño dragón nunca se aventuró a sumergirse en el mar que tenía tan cerca. Sentía el frío de un lugar deshabitado, similar al de la tierra, y un instinto inexplicable le decía que no debía adentrarse. Aunque la inmensidad y el misterio del océano lo intrigaban, decidió seguir el camino que su hermano mayor le señalaba con la brisa: rodear el gran charco.

Caminó dejando a su derecha el océano tranquilo y a su izquierda una tierra baldía, pacífica. Así continuó su aventura en aquellos tiempos de silencio.

Durante días alegres y noches tranquilas, el frío y el calor no le afectaban. En las noches, quedaba perdido contemplando el reflejo de innumerables estrellas en el mar sin fin, hipnotizado cuando su hermano sol rozaba su imagen, iluminando tanto la creación como a ambos hermanos en la lejanía, donde él no se dirigía.

Era un mundo de paz, una tierra tranquila. El joven dragón no lo sabía, pero pasaron los años lentamente, convirtiéndose poco a poco en siglos, y eventualmente en milenios. Sin embargo, el tiempo no lo afectaba.

Habiendo rodeado el infinito charco que lo separaba de sus hermanos, había vagado por el vasto desierto que lo abarcaba todo, sin cansarse nunca de caminar. Su apariencia no cambió con el paso de los siglos: el pequeño de escamas negras disfrutaba de la soledad junto a sus hermanos eternos, sin conocer más que la vastedad y la serenidad del mundo que lo rodeaba.

Pero una noche, bajo las lunas y las estrellas, el pequeño dragón negro, que se confundía con la oscuridad y cuyos ojos brillaban como estrellas en el cielo, observó algo fuera de lo común. En el lejano cielo, apareció un punto de luz que no provenía de sus hermanos. Como una estrella, pero que se movía lentamente.

Con un resplandor carmesí profundo, esa luz nocturna presagiaba algo inusual. El pequeño inclinó la cabeza en confusión, pero siguió observando como todas las noches.

Así comenzaron a girar los engranajes del destino en tiempos remotos, en un planeta joven y bajo la mirada de un pequeño dragón solitario. Algo proveniente más allá del sol amenazaba con traer cambios profundos.

Pronto, el joven primordial sería testigo de cómo todo temblaría y se transformaría.

Eternidad: la historia de un primordial.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora