Capítulo 3 - La era del fuego empieza.

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El dragón sintió el calor que abrazaba sus pequeñas escamas inmaduras, las cuales, a pesar de su apariencia, escondían una fortaleza única. A medida que vislumbraba algo extraordinario, seguía confundido.

El cielo se había teñido de un fascinante bermellón en algún momento. En lo alto, se divisaba un gran trozo de tierra y fuego que eclipsaba débilmente el brillo de su hermano mayor.

Sus hermanos habían bajado muchas veces desde que apareció, pero este sí se acercó. El niño miraba con curiosidad todo el tiempo, sin miedo a lo desconocido, a lo que parecía amenazante mientras continuaba su camino. Este sentimiento le era ajeno, como aquel nacido en tiempos de nada, sin saber qué era ese enorme objeto que descendía lentamente, ni lo que significaba su caída, sin entender el augurio ni saber qué esperar.

Casi redondo, una monstruosa extensión de tierra que ardía, algo nacido en lo lejano, fragmento luminoso de estrella que recorrió el cosmos solitario, había decidido descender.

Los días pasaban conforme se acercaba y cubría un área más grande del esplendoroso techo celeste, ahora rojo por el fuego y turbulento por el viento que traía calor.

Finalmente, después de días de observación, el pequeño vio un cambio. Como un gigantesco espectáculo fascinante, grietas al rojo vivo recorrieron al extraño que se acercaba sin pausa.

El pequeño dragón lo veía alto, su escala incomparable a algo visto antes por sus ojos inmaduros, confirmada cuando resonó con fuerza un estruendo, un estallido, una señal del armagedón.

Capaz de hacer temblar la arena que cubría hasta el horizonte, sacudió los mares aquello que se rompió. La enorme roca que venía desde el más allá se partió ante un magnánimo impacto, detenida por algo invisible.

Surcos dorados atravesaron al objeto que irradiaba presencia, cientos de ecos se hicieron escuchar a lo largo de las líneas imprecisas recorridas.

El pequeño, sorprendido, cayó sentado sobre la arena. Su mirada inocente observó al monumental asteroide dividirse. Estaba alto, muy alto, pero a una altura menor que sus cuatro grandes hermanas.

Pero eso fue todo lo que el pequeño pudo comprender con su mente inmadura antes del desastre.

A la luz de un mundo que se extendió en fuego, el hermano mundo se estremeció ante la explosión sin precedentes, sacudido de un horizonte a otro por el sonido y la onda expansiva sin igual.

Ante la mirada curiosa del pequeño, el asteroide se dispersó en miles.

Una lluvia cayó sobre la tierra, un aluvión cubrió la vista del único espectador que lo presenciaba y el polvo comparable a mil tormentas se levantó a su alrededor, como paredes que le impedirían ver más allá. Los cielos parpadearon en desorden y terror, el gran océano perdió por completo su paz.

El mundo se tornó de fuego en un soplido de socorro que solo el único dragón pudo escuchar, ante la sensación de un calor que lo incomodaba, el pequeño miró.

Llamas bravas y desastre, rojo predominante junto al marrón que teñía el aire. El humo a lo lejos se levantó cual cielo oscurecido, como noche artificial.

A sus pies, la tierra no cambió. Supuso que su hermano lo había salvado. En cambio, las llanuras se levantaron salvajes y fuera de control, el polvo se convirtió en muros enormes en una inigualable tempestad y lo que él veía se tambaleó.

Todo en aquel tiempo se sacudió.

Rodeado de un fuego desconocido para él, el pequeño dragón solo se tambaleó, acurrucado en un pedazo a salvo, sin saber qué pensar. Con los cielos cubiertos de nubes negras, él no supo a quién mirar. Quejidos salieron de su boca infantil, buscando a sus parientes.

La tierra estaba cambiando, las playas tan amplias y sin fin, los desiertos de extensión incomparable y los suelos secos de tranquilidad antes imperturbable se estaban desmoronando rápidamente. Pedazos de estrellas que cayeron, chocaron contra el suelo y se convirtieron en montañas, en el suelo de su aterrizaje solo se vislumbraba la negrura de un pozo excavado. Con el tiempo, se formaron cordilleras.

Las llanuras se abrieron con los impactos devastadores, la sangre del mundo se derramaba en el calor más abrasador, en un tinte rojo que exudaba dolor.

Los océanos retrocedieron deshidratados, las tierras infinitas de nada se reformaron.

En el transcurso de esa transformación, pasaron muchas lunas sin que el pequeño dragón lo supiera, atrapado en un pequeño rincón, veía su paz acostumbrada desmoronarse día a día. No volvió a aparecer ningún amanecer en ese infierno que poco a poco consumía todo lo que el infante conocía.

Pero él no lloró, no gritó. Permaneció observando sin saber, impresionado pero también confundido. Y una vez que ninguno de sus hermanos volvió a aparecer durante mucho tiempo, el pequeño se acostó y esperó.

Mirando las tierras rojas y los ríos de líquido caluroso, contempló con paciencia cómo todo se moldeaba. Sentía su carne calentarse, la humedad en sus ojos evaporarse, y con el tiempo, incluso sus escamas se derritieron, pero a él no le importó.

Sin saberlo, con el paso de los muchos años, el pequeño dragón se adaptó.

Un día, decidido a buscar a sus hermanos, se aventuró. Su larga caminata se reanudó.

Evitando los charcos que despedían un gran calor, el niño pisó las tierras cubiertas de fuego abrasador. Mirando las nubes de ceniza y los suelos de carbón, no sabía a dónde dirigirse, pero se adentró.

Las tierras habían cambiado y el pequeño lo notó. Su hermano se había transformado y la paz ya no reinaba.

Había comenzado una nueva era, una era de fuego, y el pequeño dragón la experimentaría.

Eternidad: la historia de un primordial.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora