El final de la era del fuego.

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El tiempo pasaba volando, como los granos de arena dispersados por el viento hace mucho, las eras pasaron incesantes, constantes e implacables.

El polluelo de fuego que alguna vez había tenido el tamaño de una pata había crecido y crecido, hasta un punto en que su gran envergadura incluso pudo superar el ancho entero de una montaña y su altura alcanzó los cientos de metros sin problemas. Su vuelo trajo tormentas de fuego a su merced y el calor que quedaba en sus pisadas derretía las piedras a su paso.
Su mirada digna, cargada de una inteligencia salvaje pero compleja, observó los límites del mundo desde la montaña más alta. En los ojos místicos del ave se divisaba un sentimiento melancólico, en sus pensamientos adivinaba su destino.

En su haber el fuego bailó en el volcán que erupciónaba y su cuerpo ardiente irradió el aura de un ser ancestral, antiguo y majestuoso. Miles y decenas de miles de años habían transcurrido desde su nacimiento. Las tierras rebosantes de fuego se habían ido calmando con el paso de los siglos, la temperatura descendía poco a poco en la superficie del planeta a causa de las constantes lluvias que empezaban a caer. Y el enorme Fénix lo sentía, el cambio se acercaba, junto a otro hecho inevitable que no podía pasarse por alto.

Soltando un grito que reverberó a kilómetros, la enorme criatura se lanzó al aire con sus monumentales alas desplegadas de par en par. Su objetivo se encontraba muy lejos, pero emprendió el camino.

El cielo era negro como lo había sido ya desde hace cientos y cientos de años, pero poco a poco empezaba a ser decorado de relámpagos y deslumbrantes destellos que brillaban y sonaban a la lejanía, la condensación de agua en la atmósfera también había ido aumentando rápidamente en los últimos tiempos, cosa que incomodaba al enorme Fénix que se sumergía en las nubes como pasatiempo.

Su aleteo despejó sin mucho esfuerzo las recién formadas tormentas más cercanas, su trayectoria se dibujó en fuego mientras volaba a gran velocidad hacia el norte, con una prisa y resolución únicas de la misma bestia que sabía sobre lo que se acercaba.

***

En otro lado, el pequeño dragón asomó de repente la cabeza, desde las profundidades de un pequeño cráter lleno de lava; su figura negra como noche sin estrellas y de solo unos pocos metros de tamaño fácilmente se confundía con una piedra en medio del burbujeante volcán activo.

Su mirada como siempre reflejaba el brillo de una curiosidad inocente, acompañado de una poco compleja sabiduría que había ido aumentando con los interminables siglos, pero su cuerpo en cambio solo había crecido centímetros en los milenios transcurridos, a diferencia del envejecimiento de su amigo de fuego que lo había dejado bastante impresionado, él se había quedado atrás en ese aspecto.

El niño al escuchar algo con sus agudos oídos miró rápidamente a la lejanía, sus dos pares ojos capaces de ver mucho más allá de las planicies vacías solo azotadas por el viento descontrolado del ambiente. Allá a lo lejos se acercaba una franja de fuego inmensa, que pintaba el horizonte entre la tierra y el cielo de bermellón, y que sin duda alguna se dirigía directamente a él en linea recta.

Viendo eso, el dragón se emocionó, pero en contraste, la luz de sus ojos se atenuó un poco expresando un sentimiento muy distinto.

Saliendo del magma ardiente como si se solo de un charco de agua ordinario se tratara, sacudió su cuerpo rígido y rugió con el mismo entusiasmo para devolver el saludo.

Desplegando sus alas, el pequeño dragón despegó al cielo tormentoso y se dirigió al encuentro.

***

El enorme pájaro de fuego observaba al pequeño dragón que cabía fácilmente en las palmas de sus garras con un sentimiento cariñoso en sus ojos. Este estaba volando alegremente alrededor de su cabeza, pero poco a poco su energía fue disminuyendo.

Aquél pequeño que había conocido hace muchísimo no había cambiado en casi nada. A comparación de él que tan majestuoso e impresionante se mostraba, pero ambos sabían la verdad.

Un aire pesado surgió entre los dos, sin dirigirse ningún intento de comunicación o alguna señal para transmitir lo que sentían.

Pero el silencio se rompió cuando de repente, el ave empezó a cantar. Fue en un volumen bajo, interpretando una melodía que ambos conocían, una canción que sonó con el esplendor de una criatura increíble tarareandola. El cielo y la tierra empezaron a parpadear en el color del fuego.

El pequeño dragón comprendiendo voló a su pico, miró directamente a los ojos de la gigantesca criatura con un dejo de tristeza en su mirada y silenciosamente se dejó llevar por el sonido. El tiempo que habían pasado juntos no había sido poco en lo absoluto, pero lo que estaba por venir hacía querer a ambos que esos momentos se hubieran alargado más.

Una triste y melancólica sinfonía resonó en las llanuras, sobre las nubes y por el mundo. El calor danzaba al compás, el joven dragón contemplaba este suceso una vez más, su escamado rostro manchado con una oscura expresión y sus dorados ojos embarrados de pequeñas lagrimas.

En aquel cielo poco a poco teñido de tormentas, dos seres se alzaron sobre las nubes para estar una vez más bajo el sol que no llegaba a tierra. Uno pequeño, negro y muy longevo, con una juventud infinita que apenas comenzaba a florecer, miró al más grande con tristeza.

El otro, un anciano que ya había vivido la decena de miles de años que le correspondía, en su apariencia se contemplaba el apogeo del poder, la presencia de una inmensidad absoluta, aquél era el hijo del fuego, aquél que cantaba una triste melodía que solo pocas veces se escuchaba, con su espalda al atardecer.

El pequeño dragón asintió a su pesar, la última arena del reloj de vida de un amigo llegaba a su fin. Tal y como había pasado hace exactamente diez mil años atrás, y los diez mil más antes de esos.

El dragón más longevo viviría para siempre, su esencia sería infinita y su gloria eterna. Pero más en cambio, el Fenix, encarnación misma del fuego representaba un ciclo continuo. Diez mil eran los años establecidos al ave primordial, una decena de milenios era su límite antes de consumirse en su propio fuego progenitor, destinado a nacer de nuevo de sus cenizas mil años después.

Ese era el ciclo que el pequeño dragón y el gran ave Fénix habían experimentado ya once veces. Con cada que el Fenix renacía su amigo lo encontraba, los siglos pasarían conociéndose de nuevo el uno al otro y luego el más joven sucumbiría una vez más, dejando al dragón sólo.

Previendo nuevamente este suceso, ambos se encararon, el dragón contempló por última vez la encarnación actual de su compañero de juegos, y el Fenix una vez más le cantó la canción que sin importar las vidas que pasaran este no olvidaba. La melodía de la despedida, el canto en muerte del fénix inmortal.

En ese tiempo lejano, en aquella época en donde el fuego se apagaba lentamente, se dió una despedida que traería más cambios que cualquier otra.

Y así, al final de la vida de la décimo primera encarnación del Fenix, la era del fuego llegó a su fin, junto a las cenizas del ave que se esparcieron por el mundo.

Eternidad: la historia de un primordial.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora