Un mundo de lluvias. Aventuras de un ser marino.

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El cielo negro se llenó de gotas que caían incesantes, no por un día, ni por algunos meses; el temporal, aluvión inmenso y despiadado, siguió y siguió por cientos de años extensos. Con el mar embravecido surgiendo gloriosamente a retomar el territorio que el fuego y la tierra le habían quitado.

Los arroyos se volvieron ríos de gran tamaño en cuestión de pocos meses, las costas se habían perdido en cuestión de unos pocos años y las reservas de agua en lo profundo de la corteza se movieron hacia el exterior creando lagos inmensos en solo cuestión de décadas; la era del agua había empezado y venía con todo.

El aire mismo se sentía eléctrico por los constantes rayos que recorrían lo ancho y alto de la troposfera, junto con los truenos que rugían incansables y los vientos que arrastraban todo a su paso.

En ese tiempo tan caótico y en ese ambiente tan terriblemente diluviado; en lo más profundo se divertía un ser joven y escamado que se beneficiaba de todo ello.

Bajo capaz y capaz de agua, alojado en el cobijo frío y oscuro del más grande océano, estaba una pequeña criatura, peculiar a todo lo visto hasta ese momento.

A esta extraña criatura de no más de seis metros de largo no le importaba la oscuridad vasta y escalofriante que lo rodeaba, tampoco el frío considerable que lo envolvía, él se sentía en casa en aquel ambiente ideal; con sus ojos que observaban el fondo oceánico como si la umbra misma no existiera alrededor de él, y con sus gruesas y bellas escamas color mar que lo protegían de la inmensa presión submarina que lo abrazaba.

La criatura marina solo nadó, sin frío y sin temor.

Leviatán, con su cuerpo alargado y recubierto de una dura armadura natural, solo siguió su camino como si todo por lo que el mar era temido fuera nada para él. Sus cuatro ojos de reptil brillaron con una calma y serenidad claros en su profundidad, y sus branquias absorbieron vitalidad directamente del agua que abundaba. Este era el primogénito del mar, el hijo único que vagaba por la inmensidad absoluta que era su madre.

Cientos de años habían pasado desde que nació, solitario e indiferente, todo el tiempo se había aventurado solo a lo más profundo, curiosamente también atreviéndose a asomar la cabeza a la superficie algunas veces, pero el caos que siempre lo recibía no le gustó, el incesante ruido del exterior no le agradaba así que lo dejó. Decidiendo quedarse tranquilo en su lecho invisitable.

Alimentándose solamente del agua, no sabía nada más, nadaba y nadaba sin parar. El hijo del mar vivía tranquilamente, creciendo poco a poco mientras su ser reflexionaba bajo el velo de la oscuridad más profunda, adquiriendo una gran mente al pasar el tiempo.

Parecería aburrido para cualquiera, pero a él no le importó. Tal cual como había pasado con el primer dragón, el primer ser marino se quedó vagando por muchos, muchos años sin verdaderamente aburrirse. Él no conocía tal emoción.

Y así pasaron las décadas, así sencillamente volaron los siglos sin que Leviatán se cansara, milenios que venían y se iban saludaban al primordial que prácticamente no tenía idea del paso de la edad.

Más de cien metros de largo tenía aquel reptil marino legendario cuando por primera vez en muchísimo tiempo asomó su escamada cabeza del agua. Su figura colosal apenas se notaba bajo la lluvia interminable y sus escamas se mezclaban entre el color similar del agua que se extendía a todos sus horizontes. Como una gota de agua en un lago.

En ese preciso momento, luego de cientos de años, Leviatán finalmente había resurgido a la vista del cielo.

Pero contrario a lo que el ser acuático gigantesco esperaba, lo primero que captó su atención al salir de su dominio tranquilo no fue la inmensidad de las nubes de tormenta, ni tampoco el brillo solemne de los relámpagos monumentales ni el sonido de los truenos. Lo que en sus ojos oceánicos se reflejaba no era algo normal, en su visión de cuatro perspectivas se alzaba algo jamás visto por la propia criatura, algo mucho más llamativo que todo lo demás mencionado.

Allí muy arriba, despejando como si nada las nubes con su aleteo, se encontraba otra existencia primordial, caótica y espectacular; pues desfilando en el alto cielo con un brillo abrumador y un calor radiantemente feroz, allí estaba el Fenix, de manera majestuosa volando sobre los océanos con su presencia mística. Esta criatura de fuego estaba imponiendo su arrogancia ardiente sobre todo el mar.

Y ciertamente eso al hijo del agua no le gustó. Moviendo el agua a su voluntad, olas enormes se elevaron en señal de su disconformidad, un rugido abrumador y monstruoso lo siguió. Leviatán estaba enojado y todo el océano lo apoyó.

El ave Fenix rápidamente notó la presencia extraña, bastante sorprendida gritó eufórica. Y conmocionada por la repentina aparición de otro ser consciente, además de ella y el dragón, no se detuvo a pensar en que quería transmitir aquella criatura al verla.

Como un meteoro que desciende a gran velocidad, la duodécima encarnación del fuego bajó para saludar al hijo del mar. Cosa que este último no tomó a bien.
Levantando su cuerpo, la gran serpiente levantó la cabeza a decenas de metros sobre el nivel del agua. Y como un instinto nacido consigo, reunió el agua del océano en el cobijo de su boca aterradoramente dentada, formando una esfera brillante que se reflejaba en las grandes olas de mar.

El Fenix no tuvo tiempo para reaccionar cuando una enorme columna de agua se disparó directamente hacia ella a una increíble velocidad, directamente desde la boca del reptil enojado. El pilar de agua, o mejor dicho, el enorme rayo de agua concentrada cruzó cientos de metros de altura en un segundo e impactó a su objetivo, enviando vapor al cielo al ser apagadas algunas de las llamas del gran ave.

Leviatán se regodeó luego de su exitoso disparo, manteniendo el aliento para acabar por completo con aquella odiosa criatura de una vez por todas, pero esa misma satisfacción le duró muy poco, ya que cuando volvió a concentrar sus dos pares de ojos en la tararea, un igualmente enorme pilar de fuego abrasador, bermellón y furioso, se dispuso a hacerle frente a su ataque.

El ave Fenix, con sus llamas ardiendo aun más de furia e indignación, contraatacó con su propio aliento de fuego primordial a su atacante. Con el solo acto del hijo del mar se había prendido en la hija del fuego la chispa de la ira, y ahora se disponía a eliminar al causante.

El pilar de fuego descendió del cielo despejando toda lluvia y humedad a su alrededor, chocando contra el pilar de agua que se elevaba desde el mar, evaporandolo rápidamente. El ave graznó enviando olas de calor a todas partes. Y la serpiente marina gigante respondió levantando y agitando colosales látigos de agua contra la criatura de fueg.

El mar estaba embravecido, el cielo se teñía poco a poco de carmesí. El enfrentamiento había empezado repentinamente, pero no por ello pararían pronto.

En aquella época en donde el caos provocado por las tormentas dominaba, y en donde el agua abundaba; la joven duodécima reencarnación del Fenix se enfrentaba furiosamente al privilegiado hijo del mar, Leviatán, que peleaba astutamente en su propio territorio. Fuego contra agua, una pelea primordial.

Y así se había marcado el primer encuentro de estas dos grandes entidades, y ciertamente no sería la última vez que estuvieran en conflicto...

Eternidad: la historia de un primordial.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora