Una despedida temporal, pero dolorosa.

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El joven dragón se sumergía en el mar inmenso, de fin inexistente a simple vista y de una temperatura muy poco acostumbrada para el primordial mayor. La visión del escamado se había cubierto de azul, la incomodidad lo había atacado al verse bajando más y más.

Él no sabía nadar.

El tiempo había pasado desde que aquella criatura de color noche se había decidido a adentrarse más en los vastos territorios que nunca había pisado, en busca de conocer al nuevo ser que su amigo se encontró de imprevisto.

Encontrado hundido bajo una masa de líquido interminable, batallaba por salir a flote con su cuerpo ciertamente pesado y no apto. Si supiera, se estaría arrepintiendo de su antaña decisión, aunque de igual manera su situación aún le parecía divertida.

Leviatán lo había vuelto a hacer, percatándose de que aquel ser parecido a él, pero no marino, no era afectado sin importar cuántas veces lo intentara ahogar, se divirtió cada vez viendo el pánico del hijo del tiempo al intentar nadar sin mucho éxito. Al principio la presencia de este le parecía extraña, tan molesto como el otro, quería deshacerse del reptil de tierra tan rápido como vino a saludarlo, pero para su desconcierto, nada de lo que hizo pareció funcionar. Lo hundía y volvía a emerger, lo mordía y este volvía a estar como si nada, lo tiraba lejos y este regresaba. Luego, simplemente lo había dejado ser, mandandolo a lo profundo cuando se acercaba.

Por extraño que parezca, eso le terminó gustando.

El mundo se había cubierto de una noche artificial casi perpetua una vez que las fraguas de fuego primordial se hubieron apagado y escondido, los cielos ya solo se presentaban negros y lluviosos por las tormentas colosales que azotaban los océanos y la tierra sin parar, sin dejar a conocer lo que era el día.

Pero los vestigios de la antigua era no habían desaparecido, siendo que el único brillo entre las nubes era el ave molesta que constantemente venía a visitar al temperamental hijo del mar.

El Fenix había descendido de los cielos, grandioso y brillante, para salvar a su amigo y enfrentar a su entretenido rival. La hija del fuego ardía en espíritu para una lucha como otras miles pasadas o incluso más, y el niño de los océanos no se quedaría atrás.

Los mares temblaron de nuevo, el aire se cubrió de calor una vez más. Marcaban las tormentas las ansias del majestuoso y monumental hijo del mar, Leviatán. Se evaporaban las aguas y se desvanecía el frío ante la ardiente emoción de la duodécima encarnación del Fenix, que brillaba más que nunca en ese momento.

Pero el enfrentamiento no se dio al instante como había pasado muchas veces antes.

Subiendo a la superficie, un borrón negro se elevó entre ambos, los dos pares de alas del joven dragón taparon la vista, que se tenían como para morder, de los dos seres mucho más colosales que él.

El trueno rugió a lo lejos y las olas se alzaron en grandeza mientras este les gruñía para que se detuvieran, captando la atención de los dos primordiales menores. Los ojos dorados del dragón se enfocaron en especial en el pájaro de fuego, en su ya anciana amiga.

Los siglos y milenios habían pasado, el dragón lo intuía, las cuentas se terminaban para la llama más resplandeciente y orgullosa, el joven dragón lo sabía, no quedaban cien años.

El pájaro graznó comprendiendo, pero sus ojos místicos aún intentaban continuar con lo que planeaba, la astucia en su mirada salvaje detallaba sus intenciones tan claramente como las llamas que recubrían su cuerpo resplandecían. Ella no cedería.

Leviatán no entendía lo que pasaba, interrumpida su carga, se había quedado quieto en su lugar, observando la interacción de sus dos opuestos.

El joven dragón rugió entristecido, el primordial aún con su poco intelecto intuía lo que haría la hija del fuego, ella daría su despedida. Pero no de la manera que había seguido hasta ese momento, aquella que dominaba sobre el fuego quería dar su último suspiro de calor en contra de su rival que vivía en el agua. Terminaría esta vez con un duelo y una victoria

***

Las negras tormentas se desvanecieron en un arrebato de calor, el fuego danzaba sobre el océano vasto e ilimitado, el ave primordial cantaba al son del quemar de su vida.

El Leviatán, encantado contemplaría el poder de la llama, su enemiga. Por primera vez aquel ser marino escucharía el cantar de despedida del Fénix inmortal, un llanto que relataba una historia que no conocía pero que repercutaba en eras.

Pero tal como el joven dragón negro había adivinado, el Fenix no se iría sin haberle antes dedicado algo a su molesta contraparte marina.

El calor irradió en el aire húmedo de lluvias y huracanes, evaporado quedó cualquier rastro de agua en el cielo. Junto al canto hermoso de la hija del fuego, una intención clara se transmitió al hijo del mar, una invitación, una última petición.

Las olas se azotaron unas a otras, el océano se agitó, del abismo profundo se levantaba el cuerpo de la gigantesca serpiente marina primordial, sus pares de ojos brillantes tiñendose de melancolía, pero al mismo tiempo observando al ave primigenia con un dejo de determinación.

Las oleadas se tornaron caóticas, desde los horizontes más lejanos hasta el fondo más oscuro, se movieron las aguas en voluntad del niño talentoso que había sido concebido por el mar. La mirada de este transmitió a la que cantaba la aceptación de su último batallar.

Y así, con el canto resonando por el mundo y con los océanos respondiendo al pesar del gigantesco Leviatán, el que sería el final de los confrontamientos entre los dos se daría.

El fuego rugió en un tormento bermellón que cubrió la baja troposfera y descendió a atacar. Miles y miles de plumas carmesí en llamas bailaron al compás del sonido melodioso.

El Leviatán respondió al asalto levantando pedazos de océano como masa de agua flotantes, haciendo girar el largor de su cuerpo como un látigo hacia un contraataque. El caos se desató.

Se produjo la colisión y la pelea empezó.

El joven dragón miraría desde lejos la lucha desencadenada, que sin reparos ni contenciones, duraría años hasta su eventual final. El canto en ese tiempo nunca cesaría y el hijo del mar la escucharía hasta culminar, nunca retirándose a pesar de sus heridas.

***

Las cenizas del Fenix se esparcieron una vez más, del océano recorrieron los cielos y se asentaron en los rincones más alejados del mundo, dejando luego de una larga lucha solo a dos seres escamados mirándose el uno al otro.

El dragón primordial, hijo del tiempo se quedó al lado del hijo del mar, le demostraría a su tiempo el regresar de su rival. Y el Leviatán, dolido, inundaría las tierras y al mundo hasta volverse a reencontrar con el ave primordial.

Eternidad: la historia de un primordial.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora