Capítulo 4 - Un mundo de fuego y el primer amigo.

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Los tiempos de fuego siguieron constantes. Bajo el cielo teñido de ceniza que nunca terminaba y a la luz del deslumbrar ocasional de las rocas ardientes que aún seguían cayendo, cientos de años después del gran impacto original, el pequeño dragón negro caminaba preocupado en las interminables tierras repletas de un increíble calor, con sus patas inmaduras tocando el suelo a temperaturas extraordinarias.

Montañas tan altas que podían tocar las nubes se alzaban y se desmoronaban en lava ante la vista curiosa del primordial; los ríos de roca derretida fluían largamente deformando su camino a través del suelo que consumían. El cielo transpiraba calor, pesado y abrumador era el aire que se respiraba; el mundo parecía intoxicarse.

Al pequeño, en cambio, no le importó, respirar no le era necesario.

El niño dragón caminó durante décadas y décadas, de vez en cuando encontrando una forma de mirar las estrellas por la noche, de alguna manera hallando el brillo de su hermano más grande en algún punto entre los siglos y siglos que pasaban incesantes.

En su toque, el calor que irradiaban los ríos no se sentía más que agua normal; el soplido del viento que se elevaba a temperaturas extremas le parecía perfectamente soportable. Sus pisadas dejaron huella en los caminos de ceniza y tierra negra, sus escamas y su carne ya desconocían las quemaduras.

Veía las rocas derretirse con genuino interés, observaba las montañas explotar en fuego desde lejos, viéndolas soltar nubes negras sin parar. Desde más allá de la bóveda oscura que cubría la atmósfera continuaban cayendo pedazos de estrellas abrumadoras, que constantemente cambiaban el entorno con sus inmensos impactos.

En el lento andar del pequeño se desconocía el tiempo que pasaba, en la era del fuego y la reforma la noche no se presentaba y el día era más tenue que nunca. Diferentes eran los milenios que pasó el pequeño sin casi ver a ninguno de sus hermanos en el cielo, sin el consuelo de ninguno y sin la paz en la que antes disfrutaba.

Él exploraba las nuevas montañas recién formadas, subía a los picos más altos sin importarle el fuego y nadaba en los charcos de lava que se le interponían.

El niño hacía mucho no había visto el mar inmenso que alguna vez estuvo tranquilo y fue precioso. Allá en los lejanos horizontes se debía hallar la enorme masa azul, pero él no lo buscó. A veces del cielo llovía agua y generalmente el contacto de tal líquido con sus escamas muy calentadas no le gustaba, decidió simplemente no acercarse.

El pequeño dragón negro, diminuto en comparación con la tierra plagada por el fuego y las llanuras estériles que lo rodeaban, correteó a sus anchas durante mucho tiempo. Sin saberlo ni comprenderlo, vagó y vagó durante cientos de siglos, miles de años.

Las grandes y largas cordilleras de tierra y obsidiana se asentaron, los cañones más amplios se formaron como grietas en el mundo, extendiéndose por kilómetros. Bajo la influencia de las enormes e interminables erupciones, inmensos valles rocosos nacieron. La evolución del planeta estaba progresando poco a poco.

Y en medio de todo eso...

—¡Pi!

Una pequeña criatura se encontró con el pequeño dragón.

En un tiempo y en un lugar donde nadie lo esperaría, había aparecido otra forma de vida.

Medía lo mismo que una pata del escamado que lo miraba confundido; su cuerpo era alargado y tenía alas llamativas cubiertas de plumas hechas del mismo fuego que lo rodeaba. Sus ojos lumínicos emitían el calor del sol mientras se paraba en la alta roca y observaba al reptil.

—¡Pi!, ¡pi!, ¡pi!

Lloraba el pajarito recién nacido, llamando alegre a la primera cosa viva que había visto además de él.

—¡Groarr! —fue el adorable rugido con el cual respondió el pequeño dragón, moviendo la cola y extendiendo las pequeñas alas en su espalda. Mucho más que en su larga caminata, mucho más que en sus miles de años vividos, después de tanto tiempo, finalmente, el doble par de ojos del niño escamado brillaron con una inmensa alegría de nuevo.

En ese momento, había conocido a su primer hermano.

Nacido de las llamas que consumieron al mundo, de las cenizas que cubrieron el cielo y del calor más abrasador que envolvía la tierra, aquel pequeño pájaro había nacido del fuego primordial y la gracia de la vida que le había dado el planeta, hermano del primordial, aquella criatura era el Fénix.

El pequeño dragón emocionado no dudó en cobijar al recién concebido en las palmas de sus garras. El diminuto pajarito confundido miró a la criatura negra que tenía delante, pero aún así bajó a su agarre con confianza, y ahí, bajo el cielo negro teñido de ceniza y sobre la tierra de magma que calentaba su alma, las dos entidades primordiales se conocieron.

El hijo de la creación, el dragón que presenciaría la eternidad, y el Fénix, hijo del mundo y el fuego, amigos se hicieron.

Y desde ese preciso día, las caminatas del niño solitario se volvieron más animadas; entre los escombros de un mundo lleno de volcanes y ríos de lava, los dos se aventuraron.

El pequeño Fénix era curioso y enérgico, más incluso que el dragón en el cual confiaba y con el que jugaba; él volaba libremente con su cuerpo siendo uno con las llamas, alimentándose del calor que irradiaba la tierra y gozando de tan fascinante ambiente.

El Fénix seguía a su amigo escamado a todas partes; claramente este sabía más que él por cómo lo veía moverse y cómo siempre parecía saber a dónde ir o no ir, pero aún así, se preguntaba por qué aunque este tenía alas al igual que él, este no volaba, el niño dragón seguía caminando por tierra.

El dragón, por su parte, también era curioso ante la apariencia tan distinta de su amigo; lo veía jugar en el aire en todo el trayecto que recorrían y sin duda lo observaba crecer poco a poco. A diferencia de él que siempre se mantenía igual, el pájaro aumentaba en tamaño lentamente.

Conforme iban descubriendo cosas sobre el otro, pasó el tiempo; siglos enteros pasaron en un pestañeo. El pequeño dragón en unas cuantas décadas había aprendido algo nuevo del pequeño pájaro de fuego, algo que lo cambiaría para siempre, un medio de diversión sin igual. El niño escamado había aprendido encantado el arte de volar.

Desde que se conocieron, observaba el aletear de su amigo que siempre surcaba los cielos y vagaba por las cimas de las altas montañas como una nube sin destino, rápida y en llamas, con un poco de envidia y mayormente curiosidad. Él no sabía cómo hacer lo mismo y ciertamente nunca lo había intentado; por lo que, en un lenguaje que tal vez solo ellos entendían, le había preguntado al Fénix cómo lo hacía, cómo el pequeño surcaba los cielos como lo hacía.

El dragón sintió que si podía hacer lo mismo, podría volver a ver a sus hermanos por encima de las nubes que los obstruían.

Ni corto ni perezoso, el pequeño de fuego, que ya había crecido el doble de su tamaño anterior, entendió de inmediato lo que el dragón quería e hizo todo lo posible por enseñarle; él se esmeró mucho, después de todo, este reptil parecía aprender muy lentamente.

Y así fácilmente pasaron de nuevo los siglos uno tras otro; las erupciones de las altas montañas disminuían gradualmente, pero ninguno de los dos parecía notarlo.

Para el pequeño dragón, solo importaba algo ahora, y el pequeño Fénix estaba igual de feliz por ello.

En una época en donde el mundo no tenía más que fuego y cenizas, el primer dragón y la primera encarnación del fuego volaron juntos.

Eternidad: la historia de un primordial.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora