Dazai

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Chocolate caliente blanco

Era mediados de noviembre, el invierno se acercaba, y con ello el fin del semestre. Me encontraba en la biblioteca, acomodando libros en las estanterías, mirando como los árboles ya se encontraban completamente desnudos. Las hojas habían dejado de caer ya hacía unos días, por fin dejaba de ver las montañas de hojas secas en las calles.

Guardé el último libro en su estante y dejé el carrito al lado del escritorio, despidiéndome de la bibliotecaria. Ese es mi servicio social. No me desagrada, acomodaba y recibía libros, y cuando todo estaba tranquilo, leía cuanto libro pudiera, lo cual era la mayor parte del tiempo, ya que pocos alumnos tienen el valor de realizar el tedioso trámite de renta de libros.

Al salir de la biblioteca, sentí una fría brisa soplar con fuerza, moviendo todo mi cabello y despeinandolo. Traía un sueter color crema puesto, pero saqué de la mochila una bufanda negra, poniéndomela al rededor del cuello.

Aquella bufanda no era mía en realidad, pero ya no he vuelto a ver a su dueño y, aunque el olor ya no es tan intenso como unos meses atrás, seguía sintiendo el aroma del dulce perfume del chico.

Me dirigí a casa, pasando por el mismo parque de siempre. El parque estaba repleto de árboles de cerezo, los cuales ya no tenían ni una hoja, el césped se encontraba de color amarillento, no había animales y los pájaros casi no salían.

-Que imagen tan deprimente -murmuré mientras caminada.

En el centro del parque, había un kiosco donde la gente seguido se ponía a vender cosas de noche, aunque de día estaba vacío. No era sorpresa que los niños jugaran ahí, aunque esta vez no había niños, sino un grupo de jóvenes. Unos 8, más o menos, alcancé a contar. Eso llamó mi atención.

Me detuve a lo lejos, viendo como algunos hablaban, otros parecían discutir mientras que otro ponía una grabadora con la melodía de El lago de los cisnes. Los que parecían discutir se callaron y miraron a la chica que estaba en el centro del kiosco.

Una linda chica de cabello negro, la cual comenzó a bailar ballet, parándose en puntas y dando pequeños saltos. No traía un tutú ni nada por el estilo, sino una especie de leggins y un suéter negro. Admito que baila bastante bien el ballet, pero lo que realmente llamó mi atención fue que pronto un chico subió al kiosco, bailando detrás de ella y alzándola por la cintura, dando pequeños pasos mientras estaba en puntas.

Sentí como mi corazón se aceleró, acercándome lentamente para mirar mejor aquella escena. En eso, la música se cortó y la bajó de aquella posición.

-Ya casi lo tienes, Gin -dijo un chico pelirrojo mientras apretaba algunos botones en la radio -. Chuuya, me sorprende que puedas cargarla con tu estatura.

-Cállate y pon la música de nuevo, Tachihara -dijo el chico, girándolo los ojos como si estuviera bromeando.

Aquel nombre, aquella voz... Mi corazón latió más rápido al tiempo que me acercaba cada vez más al kiosco. La música comenzó a sonar y repitieron el baile, haciendo exactamente los mismos pasos que habían hecho antes. Y solo miraba, sintiendo como las mariposas volvían a adueñarse de mi estómago y las manos me comenzaban a temblar.

Era él, el chico que había visto hacía casi un año, el dueño de la bufanda que vestía cada día desde entonces y cargaba siempre, estaba frente a mí, bailando El lago de los cisnes, completamente concentrado en lo que hacía.

Esa vez la música no se detuvo, sino que bailaron todo el fragmento que tenía la grabadora. Llegó un punto en el que Chuuya se alejó de la chica y comenzó a girar en una sola pierna, y luego saltó en el aire, mientras la chica daba pequeños pasos al rededor de él. Ambos caminaron con la misma gracia en dirección a las esquinas del kiosco, quedando de frente, y comenzaron a girar hasta que se encontraron en el medio. Ella se dejó caer y él la tomó de la cintura, al tiempo en que terminaba la melodía y los chicos que estaban ahí aplaudían.

Luces de diciembre -soukokuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora