Y que les gusten los caballos

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Franco observó como su esposa entraba airada a la casa, lanzaba el sombrero sobre el sofá y se sentaba frente a él.

–¿Me puedes explicar por qué?

Acababa de llegar de la oficina y estaba comiendo un tentempié antes de la cena, por lo que no tenía ni la menor idea a que se estaba refiriendo. Cuando salió en la mañana todo estaba correcto; Sara preparándose para supervisar el trabajo de los vaqueros y los niños suplicando por unos minutos más de sueño.

Todo normal. Todo perfecto.

Los niños habían empezado las vacaciones escolares y estaba dispuesto a que él y Sara se unieran a ellos, para así los cuatro poder disfrutar de un merecido tiempo de descanso. La playa estaría bien...

–No lo entiendo, Franco.

Cada vez estaba más confundido.

Analizó la cara de su esposa tratando de averiguar cuáles eran sus sentimientos. A primera vista, se tranquilizó al comprobar que no estaba enfadada, aunque el tono de su voz y el movimiento nervioso de su pierna hacían parecer lo contrario, pero cuando profundizó en esos ojos tan oscuros como la noche, se dio cuento de lo que pasaba; estaba decepcionada.

¿Decepcionada?

¿Con él?

Si era por su culpa, tendría que solucionar ese problema cuanto antes... Aunque no supiera de qué se trataba.

–Mi amor.

–Yo no pedía mucho –Sara le interrumpió–. Y sí, tengo que estar agradecida porque otras personas no tienen el privilegio –suspiró–, pero yo solo quería un poco. Con un poco me conformaba.

A Franco le gustaba escuchar a Sara, y siempre trataba de entender todos los quebraderos que su esposa podía tener en esa cabeza tan hermosa. En eso consistía el matrimonio, en darse apoyo cuando el contrario la necesitaba y estar en cada uno de los momentos de ese largo camino que era la vida en común. Además, estaba orgulloso de pensar que nadie podía leer mejor a Sara Elizondo que él mismo...

–Lo acepté y pensaba que era cuestión de tiempo, pero hoy he perdido toda la fe.

Y llegando a esas palabras, Franco tuvo que interrumpirla.

–¿Amor, me puedes decir que está pasando? –preguntó mientras la tomaba de la mano para que se calmase.

Sara tomó aire varias veces antes de contestar, y terminó confesando el motivo de sus males.

–Tus hijos me han dicho que prefieren las bicicletas a los caballos.

Franco tuvo ganas de reírse, no por la angustia de su esposa, sino por el alivio que sintió al darse cuenta de que se trataba de eso.

Andrés y Gaby, de diez y siete años respectivamente, habían pronunciado las peores palabras que Sara podría escuchar. Estaba seguro de que su esposa iba a tolerar cualquier tipo de opinión, decisión, u orientación que sus hijos eligiesen, pero no compartir con ella algo por lo que sentía tanta pasión, le era difícil de digerir. Pero Sara no les iba a negar tal hobby, y la prueba estaba en que cuando llegó con su auto tuvo que sortear a sus dos hijos, cada uno subido en su bicicleta, subiendo y bajando de la casa a la entrada de la hacienda.

–Sé que te hacía ilusión que compartieran tu misma pasión, pero los niños cambian muchas veces de opinión. No sería de extrañar que antes de que finalicen las vacaciones te digan lo contrario.

Sara negó con la cabeza, y se soltó de su agarre.

–La culpa es mía.

Eso llamó su atención. Si alguien era el culpable de que a sus hijos no le gustasen los caballos, o les gustasen menos que sus bicicletas, no era Sara. Desde bebés, los había acercado a las caballerizas, siempre con precaución, para que se fueran adaptando a la vida en el campo.

–Mi abuela, la mamá de mi papá, odiaba los caballos y siempre manifestó su desagrado en voz alta sin importarle nuestros sentimientos... Cuando murió, mucha gente se alegró, yo la primera.

–¡Sara!

Su esposa se encogió de hombros.

–Era una mujer odiosa. Ustedes se quejaban de mi mamá, pero si hubieran llegado a conocer a la abuela Elizondo... Créeme, ni se hubieran acercado a nosotras –Sara sacudió la cabeza–. Pero su gen malvado odiador de caballos... ¡Se lo he transmitido a mis hijos! –volvió hacer un puchero.

–No digas eso, mi amor. Ellos no odian los caballos, y déjame decirte que esa teoría tuya de los genes odiadores de caballos, no tiene mucho sentido –trató de animarla.

–Entonces, ¿por qué no les gustan los caballos?

Franco la volvió a tomar de la mano y tiró de ella para que se levantase y se sentase sobre sus piernas.

–A ellos les gustan los caballos, pero ahora prefieren las bicicletas porque son novedad –le explicó–. Si Óscar les hubiera regalado otra cosa, hubiera sido eso.

Sara asintió.

–Tienes razón.– Sonrió feliz al ver que su esposa comprendía que no había incompatibilidad. –¡La culpa es de Óscar! ¿Por qué les tuvo que regalar las bicicletas?

Franco volvió a guardarse la risa.

–¡Maldito Óscar! –comentó. Pobre de su hermano para una vez que no tenía nada que ver... –Pero estoy seguro de que pronto volverán a pedirte que les lleves a las caballerizas.

–Dios te oiga –suplicó Sara.

Y Dios le debió de escuchar, porque tal como esperaba, Andrés y Gaby pronto olvidaron sus nuevas bicicletas y volvieron a compartir el amor por los caballos junto a su mamá.

La familia de Sarita y FrancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora