La apuesta. Parte IV

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Franco besó las cabezas de sus hijos a modo de despedida antes de verles entrar en la escuela.

–¡Eres el mejor papá! –se animó así mismo. Había logrado sortear el tráfico y llegar antes de que cerraran las puertas del centro.

Pero aunque logró cumplir lo estipulado y su intención fuera la de almorzar en uno de los restaurantes de San Marcos, el primer hándicap que había sufrido en la mañana le había puesto en alerta. Debía regresar a la hacienda antes de toparse con algún imprevisto adicional.

Cuando llegó a la casa, acudió raudo al clóset y emocionado, sonrió al colocarse el sombrero y las botas de montar.

–¡Gonzalo! –exclamó el nombre de su empleado más fiel al entrar en las caballerizas– Prepare el caballo de mi esposa, quiero supervisar los trabajos en los límites de las tierras.

Sara había sido siempre contraria a limitar los lotes de sus tierras, pero cuando Óscar y Jimena decidieron no continuar con la tradición familiar de la cría de caballos, y debido a los problemas para controlar que los suyos no invadiesen los establos de Juan y viceversa, Sara propuso colocar un vallado que disuasorio.

–Disculpe, Don Franco, pero mi patrona no permite que nadie monte a su caballo.

Negó con la cabeza al escuchar las palabras de Gonzalo.

–Eso no aplica a mi persona.

El amor de Sara por su caballo era proporcional al amor del animal por su dueña, y el equino no dejaba ser montado por nadie que no fuera ella... O él.

–Disculpe de nuevo, pero es una orden de mi patrona. Ella dijo que nadie, y nadie se subirá a ese caballo.

Sin poder controlarlo, una risa nerviosa se coló entre sus labios.

–¡Gonzalo!

Pero el empleado continuó negándose, ofreciéndole a cambio el suyo o cualquiera de los otros que poseían.

A regañadientes aceptó, aunque una vez que comenzó a cabalgar y las fosas nasales se le llenaron del olor a pasto y el viento golpeó su cara, sintió tanta libertad y relajación que hizo de menos a la prohibición de Gonzalo.

Sonrió satisfecho cuando se encontró con los empleados concentrados en clavar las maderas al suelo. La hacienda se gestionaba prácticamente sola y cada una de las personas que formaban parte de su equipo, apenas necesitaban de sus órdenes para saber cuáles eran sus deberes.

–Buenos días –saludó mientras se bajaba del caballo–. ¿Cómo les va? ¿Están teniendo alguna dificultad?

Todos negaron al unísono y se limitaron a explicarle lo que estaban haciendo. Escuchó atento, aunque no muy de acuerdo con lo que observaba. No tenía mucha experiencia al respecto, pero consideraba que tras su intento de albañil, tenía un mínimo de conocimiento, por lo que se se creyó con la autoridad suficiente para hacer una recomendación.

–No sé, Don Franco –dudó uno de los trabajadores–. Es una orden de mi patrona. Ella dijo que quería que fuera de esta manera.

Se le torció el gesto al escucharle.

"Es una orden mi patrona."

–Hoy su patrona no está, así que crucen las maderas como les digo.

No quería enojarse, pero no podía evitarlo.

–A sus órdenes, mi patrón.

Sonrió cuando los empleados comenzaron a obedecer y el vallado se asemejaba más a lo que tenía en mente.

La familia de Sarita y FrancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora